No era un sueño: Había oído rebotar la voz de felpa del cucú en una quebrada del bosque y había visto subir la alondra, atravesada por una saeta sonora, consumiéndose en el azul de los trigales.
(… por momentos aquel cuarto estuvo suspendido, como las plataformas de los aeropuertos, y allá arriba hablábamos de a donde iría él y cómo se encontraría con personas que sólo conocía de nombre porque habían vivido hacía mucho. En la inminencia de la partida éramos todavía más amigos y una gran alegría me inundaba.)
Había caminado por grandes salas silenciosas donde los pensamientos de los hombres revoloteaban aún con peso corpóreo y llenaban el aire inmóvil. Pero yo no soñaba:
(… seguía viendo sueños ajenos en los que había relámpagos blancos y dorados que cruzaban el aire lleno de aleteos y de disparos criminales, y un hombre caía eternamente herido en medio de una noche negra y amarilla.)
Había asistido a una pelea de gallos en el campo y los suburbios encharcados nos rodeaban, y en la barraca de madera las salpicaduras de sangre caían sobre la ropa de los apostadores; una salmodia de angustia y esperanza nos rodeaba como la que hincha las nubes de la historia.
Había vivido el amor como una empecinada voluntad, como un desesperado encendimiento de la carne, mientras el lomo de un río corría a nuestro lado tan rápido como el curso de nuestra propia sangre; pero eso no era Avignon.
Sobre esqueléticos árboles africanos había visto buitres milenarios que estaban a la espera del fin de nuestra propia especie.
Había arrojado una cajetilla de cigarros vacía en un cesto de basura en lo alto de una limpia montaña y desde allí había visto correr por el valle un tren eléctrico de juguete, entre aserraderos y casas iluminadas por flores en maceteros. Había leído manuscritos de hombres muertos. Había paseado por un puerto junto a endomingados pescadores mientras ellos balanceaban sus pantalones de cuentos de niños y sus suecos brillantes como cigarreras de lujo, y yo miraba los agudos gallardetes de sus barcas. Había visto extenderse la muerte sobre el lomo de los toros y me había sentido caer en el ritual de su agonía.
(… la plaza giraba en torno y chirriaba como una sartén al fuego, mientras yo daba manotazos de ahogado en la espuma negra del toro de lidia.)
En la esquina de una callejuela estrecha había oído a un contador de viejos cuentos árabes y lo había confundido con un político que arenga alas masas.
Ante mí el mundo ardía, temblaba, reverberaba como un arenal recalentado por el sol; pero ese mismo temblor se me hacía confuso y su opaco resplandor me lo enajenaba. Tenía ojos de topo: no soñaba, y por eso lo vivido se me hacía sueño. Mi cabeza estaba llena de recuerdos, mis ojos chorreaban imágenes, los oídos repetían gritos y letanías, pero todo quedaba envuelto como en un paquete de algodón gris, amortiguado todo, dulzón y triste.
Sabía que el mundo es esplendoroso, pero me hundía debajo de él; sabía que arriba estaba la superficie, sentía en mis espaldas el cosquilleo de las raíces de la hierba, la misma sobre la que caen los días luminosos estallando como granadas de oro líquido; pero yo buscaba entre raíces, hacía estrechas galerías en las que respiraba mi propio aliento y no el viento largo que recorre las praderas, sólo el pobre aire húmedo y cargado de tristes secreciones humorales, y, a veces, sólo a veces en el extremo de una galería, en un momento de duda, con indecisión, arañaba la tierra que estaba encima, pero cuidando que allí donde estuviese floja y abierta, como de tumba reciente: caían entonces unos pocos terrones y entraba el aire con olor a cielo y a espuma de mar, embriagador y vertiginoso, y yo quedaba absorto: Un topo recogido, inmóvil, debajo de la inesperada luz, con el redondel del cielo puro encima, con las patas delanteras alzadas, como si me defendiera, o como si orara. Y pronto huía despavorido de tanta amenaza de claridad, hundía el hocico fuertemente y arañaba de nuevo la tierra por delante, la tierra inútilmente fecunda pero oscura, y horadaba nuevos caminos, hacia otro mundo de oscura simiente, de humus, de rica posibilidad.
El tiempo corría como un afluente de arena y remontaba su cauce en lugar de bajarlo. Me hundía hacia el terciario. Encontraba en fondo de los tiempos y quería recorrer solo el camino que va de la piedra astillada a los lentes compuestos. Proyectaba una vida virtual y dejaba que la sangre se me encharcara en légamos. Sólo me sentía triste, pero no sabía que me hundía en el subsuelo de hierro y madera, que me disgregaba en aserrín y que me cubría el ocre de la tierra quemada.
Lo ignoraba, pero tenía miedo de todo. Me encerraba en un galpón con pedazos de triciclos abandonados y ropas mugrientas que habían pertenecido a hombres ya muertos. Cultivaba mi sordidez y la llamaba prudencia. Sentía rondar cerca de mis amigos y huía de ellos, porque eran móviles como llama y temía que me dieran la mano y me hicieran entrar en la deslumbradora y agobiante claridad. Sabía que cualquier movimiento que hiciera podía anular aquella monótona y confortable quietud, por eso me movía cuidadosamente, procurando que nada se agitara en torno a mí, porque algunas de esas galerías terminaban en un agua fangosa que yo no exploraba, pero sabía que estaba: respiraba su humedad, oía el levísimo chapoteo de sus horillas; sí, cerca había aguas oscuras y profundas que se agitarían y podrían cambiar su superficie oleaginosa en u repentino espejo rizado, de reflejos partidos, chorreantes de enigma y significado. Yo lo sabía, tenía memoria de eso, como si alguna vez, antes, el leviatán se hubiera acercado a la superficie, hubiera resoplado un momento, agitado con su cola poderosa esas aguas negras y se hubiera dejado caer de nuevo, en lo profundo, mansa bestia incontenible hundida en su ciénaga del terciario entregada otra vez a un sueño de milenios. Y aún sentía su vida escondida, su precio creciendo en el seno del agua como un tumor, su movimiento lento y con leves bandazos, su lastre pesado deslizándose en un tiempo gris de largas lluvias, un tiempo de pantanos interminables, de torpes ondulaciones y chapoteos en ciénagas sombrías, removidas a veces por seres vastos como árboles de dura piel coriácea, cuyos lentos gemidos agónicos, repercutieran bajo los bosques inundados por la lluvia, los bramidos y los truenos remotos.
Mis ojos se habían hacho hábiles para la oscuridad. Habitaba debajo de la tierra y mientras arañaba las paredes de las galerías, aguzaba también el oído para interpretar los rumores que venían de arriba y que resonaban débil e íntimamente en las paredes de la tierra. Con esos jirones de noticias componía escenas luminosas y fantásticas, un teatro en el que los hombres representaban papeles de dioses: había reinventado el Olimpo; pero seguía recorriendo pasajes húmedos o entraba en un túnel sepultado donde integraba un coro de formas sombrías en el que se balanceaban harapos. Apenas tocaba bajo tierra la raíz de alguna planta que arriba – yo lo sabía – abrían espléndidas; apenas las tocaba, los túneles daban vueltas y vueltas para que no me encontrara de frente con ninguna raíz verdadera; a veces, yo mismo, como si fuera un bulbo, vegetaba largamente como un viejo moribundo.
Estaba caído entre las cosas. Hasta que una tarde di un paso entre las llamas; entré en un sueño que había caído sobre el día como un meteoro total; días y noches se hicieron para mi recintos de temblorosas paredes de fuego, de cristal llameante. Una tela dorada se encendió. Era una tela de seda que impulsaba el aire.
(… esto es una historia de amor, con bares y cuartos amueblados, luminosa y sórdida; una escondida historia de animales huidizos, heridos y salpicados de guajacones resplandecientes que se deslizan perseguidos y deslumbrados por callejones y por cines de barrio, de pesados y viejos cortinajes rojos en los que se proyecta incesantemente, y solo para ellos, una única película filmada por dioses.)
Un radar poderoso zumbaba, giraba enloquecido, proyectando su carga de ráfagas magnéticas sobre la lluvia cenicienta y barría el horizonte haciendo brotar en su pantalla imágenes de sueños; a golpes de ondas, en lluvia de corpúsculos. Modelaba la luz, reordenaba jirones de niebla, creaba nubes; escupía, tallaba, limaba: ajustaba una aureola, ordenaba láminas volátiles y expandía imágenes, angulando brazos etruscos, socavaba los ojos en cuarzos, hilaba cabelleras, sostenía la sombra de una llama; incendiaba una ciudad que solo yo veía, y estaba solo en el mundo, con un baso de fuego en mis manos. Alrededor había sombras de hombres muertos que se movían como si tuvieran ocupaciones y deambulaban sobre su propio planeta muerto. Mi cuerpo temblaba; la precisa usina química combinaba sus jugos ligeros, creaba sus cargas eléctricas, nutría su antena de sueños y estos emergían, estallaban, se derramaban como aceite lustral.
El sueño circulaba suelto a través de los sentidos como el viento por una casa asoleada de puertas y ventanas abiertas. El tiempo se había roto. Yo estaba de píe sobre el áncora de relojes que expandían en torno círculos de tiempo que no me tocaban: una burbuja transparente me protegía. Supe que estaba solo. Tenía en mi mano mi baso de fuego y la burbuja reflejaba su brillo y en un paso que di la rompió. De pronto, la mirada penetra las formas, quema el sueño, consume los contornos, choca con un cuerpo: todo se derrumba en medio del olor a sudor mientras los cuerpos se empujan, se entrelazan, se penetran, se sueltan; caídos desde nubes y sábanas arrugadas, húmedas. Ruedan desenlazados cada uno hacia su propia fosa y se hunden. Arriba árboles de estrellas caen sobre la tierra pantanosa; caen cometas y sus colas encendidas se volatizan en el espacio, caen los cuerpos desnudos volteándose en el aire; los anillos de Saturno pierden su color y girando se sueltan en pedazos, caen los cuerpos, abiertas las piernas, boquiabierto el sexo, quemados, apagados los brillos.
Una luz diáfana envuelve todavía, como una nube de ácido carbónico, el mundo palpable, grávido y redondo como el huevo de un prehistórico animal de galaxia y de pronto se lo que toco, siento la dura superficie del planeta, su concreto mapa de destinos, la tierra de dar pasos, la vieja tierra mineral y marina. Caído de espaldas sobre ella, una mano me sostiene que no veo, y voy dibujando el verdadero mapa de los cielos: de nuevo delineo la órbita silenciosa de la Luna, determino la ascensión de Marte, el lugar declinante de la Cruz del Sur. Cuando termino de recrear el cielo y el perro corre junto al cazador, Venus asciende adelantándose al Sol; ya amanece: doy un paso, piso la hierba, toco el tronco de un árbol, y el cielo es de nuevo azul sobre las ramas. Abro los ojos, despierto; encuentro el sitio.
El hombre regresa de su sueño. Su andar ha sido largo. Tuvo una luz y quiso volver a encontrarla; y para encontrarla tenía que hacerla, porque la lumbre se hace quemando el carbón; ella está más allá de la ceniza, en la oscura noche mineral: sólo allí puede avivarse su combustión.
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Alex Schweg
El hombre sin sueños no despierta. Para llegar al lugar de su despertar hay mucho camino que andar: marcar muchos pasos hasta encontrar el sitio. El camino de los sueños nos lleva por galerías de negras paredes cristalinas, a través del color neblinoso de las grandes ciudades, de largas calles grises y desiertas.
- Pero yo no soñaba.
De pronto había andado mucho. Había visto mares y ríos, había trepado hasta lo alto de la dura nieve de las sierras, había contemplado y fotografiado - ¿para mostrárselas a quién? – las estructuras cenicientas y porosas con que el hombre cubre, desde hace milenios, la arrugada estructura del planeta.
No soñaba: Veía. Había visto arder de noche los sahumadores moros en el mercado de una ciudad y había caminado por la plaza impregnada de estrellas y de flores diluidas que sobrenadaban en su propio verano artificial; pero yo no soñaba.
Había acompañado de la mano a un hombre que moría y habíamos conversado junto a su cama, como en un andén o sobre un muelle. Era un cuarto silencioso y encalado de amarillo, pero los dos sentíamos que nos rodeaba un aullido profundo transparente como el de las sirenas de los buques fantasmas, y había motores sobrenaturales que ascendían
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Ilustración: Roberto Gorki