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Versos para las horas
Antonio Desquirón


1

Ya eran las 6 pero cuando miré el cielo brillaban unas estrellas desconocidas. Uno, estaba lejos de amanecer aún; dos, no reconocía las estrellas sencillamente porque veía ese cielo muy de tarde en tarde. No que hubiese amanecido en otra dimensión.

Oh, Dios, que con una brasa de fuego...  Tú que tienes que ver con las albas y los ocasos, quítame de la cabeza tantas tonterías; prepara mi café, o mejor, fabrica polvo para que yo prepare mi  café. Procura que el mes próximo pueda vivir decentemente. En fin, la madrugada tiene esos efectos sobre las personas de mi edad: ¿se han fijado en la televisión: cuando está a punto de ser una hora estelar, pero no ha llegado, y rellenan los minutos con un documental mudo sobre desfiladeros y gargantas, sobre playas, sobre manglares infinitos? Es lo mismo.

Ya está a punto de empezar la mañana y yo pierdo mi tiempo con este largo introito.

2

Tú otra vez. En los huecos entre un pensamiento razonable y otro, tú otra vez. Como el lecho del  océano, como lo que está detrás de todo. Tú y tu cuerpo. La vida nunca me librará de desearte. Viejito y casi ciego, o casi sin dientes o sin saber qué digo ni quién soy, siempre, siempre, siempre. No me voy a curar, no me quiero curar.

¿Qué fue lo que dijeron esta noche? ¿Cuál fue la nueva ley? Yo sé cuál es la mía. Nadie contó conmigo para hacerla, pero fue genial. Salió una cosa portentosa.

Tú otra vez, vicio, vergüenza mía. Aroma de todas las madrugadas, fragata que cruza por el mar, bólido que ralla el cielo de la noche. Flor mía, mi flor blanca y rosa y oscura. Seda que se aprieta a mi pecho. Piel que de pegarse tanto se vuelve mi piel. Tú otra vez.

La felicidad y el tiempo y el horror son repetir lo mismo: por debajo del mar, por debajo de las cordilleras, entre una historia y la siguiente, entre un grupo que llega y otro que se va.  Siempre lo mismo.

3

Si lo que vas a decir es demasiado importante, más vale que te quedes junto a la casa, para cuando pase el grupo de muchachos tengas algo cuerdo.

Cada vez que escribes  sale el cuento del callejón húmedo y las canciones entre el verdor de la mañana. ¿Sabes una cosa? Estoy harto. No me lo querían creer, hasta que me decidí a pensar mi vida otra vez, como si se pudiera volver a comenzar.

Reformarme ¿sabes? Obtener un título, portarme bien, hacer una familia con  nietos y batidos de zapote. Decir que sí. Borrar todo. Como si la vida —y el amor, y el deseo— "se escogieran en un escaparate" (creo que eso es un verso de Lezama).

El sol en tan glorioso y el cielo tan azul, y yo puedo verlo tan claro, y lo principal: decirlo tan claro, que todo no puede estar solamente ahí. Deben de haber hecho alguna trampa, algún  pasadizo, algo que es mejor no comentar.

Reconozco que las personas como yo pierden mucho tiempo en estas consideraciones, por eso  entendería perfectamente que no siguiera usted leyendo. Lo advierto  para que todos nos sintamos cómodos.

4

No se iba. Esta contra aquella mesa y resbalaba por encima de las revistas amontonadas y los libros a medio leer, pero seguía en su sitio. Para que la luz estalle y nos despertemos de una buena vez, hacen falta algo más que intenciones o recuerdos, que es igual.

Bajo el naranjal, la mesa de la familia desplegaba sus platos de congrí, su ensalada, sus fuentes de masas de lechón. Para que los perros no estén ajorando todo el tiempo, sírvanle a un lado, un plato chiquito a cada uno (total, son dos).

Cuando dejó de llover, los vecinos prendieron bien alto su equipo de música y el reguetón inundó la noche. No sé, no puedo regresar: he andado demasiado lejos y a cada momento me detengo para mirar algo que llama la atención. ¿De qué vale recostar la cabeza contra el respaldo del balance?  ¿Descansar? ¿Qué me ha cansado? La alegría es, precisamente, nunca detenerse.

5

Malinar de sabala. Trípodes en faras, asediar como plasas: si conseré, nanivarán darimala. ¿Mástelo tú?

6

Habían salido las muchachas y quedó en casa la mayor, que parecía una especie de monumento a lo callado. Ni siquiera quiso asomarse a la ventana: para matar el tiempo, cortaba limones y los exprimía dondequiera que hubiese una mancha: la taza del baño, la ducha, el lavabo, el fregadero, las mesetas de la cocina. Había oído decir que si le daban tiempo, el jugo de limón se comía todas esas manchas. Luego se asomó a la puerta del fondo: en el patio crecían siete matas de papaya: ¿comerían de ellas? Ya estaban florecidas, a ver, si las flores salen junto al tronco es hembra, si salen en racimo es macho. Comerían papaya. Las cinco y media apenas: miró al cielo que ya empezaba a ponerse de ese color extraño azul-naranja que no llega a ser lila. Ni siquiera pensó que quizá ya había pasado mucho tiempo. Sin formularlo, supo era una superchería más. Tuvo un acceso de risa que reprimió como si estuvieran vigilándola para gritarle loca.
Entró de nuevo y puso el ganchito de la puerta.
—Está bien. Basta por hoy.

7

Reflejar como el espejo refleja. O pretender que el universo es un teatro de títeres que muevo con los dedos. Que todo será si quiero yo, o si no quiero. Que depende de mí. Y en el otro extremo, que soy hojita al viento. Siempre igual: un borde o el otro. Fajarse contra los ciclones o creer que los autos siguen su camino porque el perro ladra. Pensar que tengo lo que merezco. O que me han arrancado todo. ¿No es mejor mirar cómo se mueve el sol, cómo vuelan las aves, cómo florecen los mangos y después dan su fruto? ¡Oh Dios,  es demasiada responsabilidad! Tratar de saber, o por lo menos afirmar que sé algo que nadie sabe. Estar obligado a decir que sé algo que no sé. Porque un hombre vale y sirve según lo que diga que sabe o siente o cree. Los muchachos se juntaron junto al tronco del mango y el más delgado se trepó y cogió las frutas. A medida que las quitaba las iba pelando y las mordía: el jugo amarillo resbalaba por las comisuras, todo era diferente, la casa de tejas tan lejana, el barrio desde arriba, los patios de los otros, el aire suave que le abría la camisa. Todo era diferente.


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