Gertrudis Gómez de Avellaneda o los subterfugios del amor
José María Cepeda



     La publicación, en 1907, de la primera edición de la autobiografía y las cartas de Gertrudis Gómez de Avellaneda dirigidas a Ignacio de Cepeda, seguida de la reedición de dicha obra, corregida y aumentada, siete años después, causó un gran impacto en los ambientes literarios españoles y de allende los mares. Autores tan notorios como Menéndez y Pelayo, Méndez Bejarano o Rodríguez Marín acusaron recibo del envío del libro y prodigaron al autor del prólogo, notas y necrología de Cepeda, que no fue otro que el almonteño D. Lorenzo Cruz de Fuentes, los más encendidos elogios y parabienes.
Es pues, al interés del profesor Cruz, a su constancia y dedicación intelectual, a quien, en primer lugar, se debe el haber ordenado el rompecabezas que suponía el manojo de cartas que le fueron entregadas por Dª María de Córdova, viuda de Cepeda, y el haber sorteado las dificultades burocráticas que precedieron a la publicación de la edición de 1914.

     Dichas cartas, escritas sesenta años antes, en su mayoría no llevaban la fecha ni el lugar de su procedencia por lo que la perspicacia de Cruz tuvo que ponerse a prueba en numerosas ocasiones para poder elaborar con aquel puñado de manuscritos un corpus coherente e inteligible. Pero poco podía haber hecho el prologuista y anotador de no contar con el beneplácito de María de Córdova que, cumpliendo la voluntad póstuma de su marido, no sólo permitió la publicación de las cartas sino que costeó la edición de su propio bolsillo. Abierta de mente y poco celosa debió ser Dª María, la cual es fama entre la familia que cuando alguien le reprochaba más o menos veladamente su consentimiento a dicha publicación solía exclamar: "Poco me importa la relación que mi marido pudo tener de soltero con esa señora, el hecho es que me prefirió a mí". Así fue, en efecto. Ignacio de Cepeda prefirió para compartir su vida a una persona menos genial, quizá, pero mucho más equilibrada que el torbellino que Tula siempre representó, el cual la envolvía no sólo a ella sino que amenazaba con absorber a todo el que se encontraba a su alrededor.

     No obstante, hay otra anécdota familiar, que no me resisto a contar aquí, que demuestra bien a las claras el profundo cariño que Cepeda sintió por Gertrudis hasta el final de su vida, ocurrido muchos años después que la poetisa hubiera dejado este mundo. Siendo ya muy anciano y con la vista fatigada, D. Ignacio convocaba a veces a sus nietos mayores, niños entonces que acababan de aprender las primeras letras, les daba alguna de las cartas y hacía que se la leyeran en voz alta. Al escuchar, revividos por aquellos ingenuos labios infantiles, los apasionados fragmentos de las letras escritas por quien tanto le amó en vida, Cepeda muchas veces se emocionaba vivamente.

     He hablado antes del impacto que tuvo la publicación de las cartas más allá de nuestras fronteras, concretamente en Cuba, en donde había nacido la escritora en 1814, cuando la isla era colonia española. Como en todo país naciente, cual era Cuba a principios del Siglo XX, la forja de una identidad nacional necesita héroes, santos y mártires. Todo ello encontró la Gran Antilla, recién emancipada de la metrópoli, en la figura de Gertrudis Gómez de Avellaneda que, si bien vivió la mayor parte de su vida adulta en la península, nunca olvidó en sus poemas, novelas y dramas a su tierra natal. A cambio Cuba la recompensó honrándola al final de su vida como a una heroína nacional y, después de su muerte, no han sido pocos los intentos de trasladar sus restos mortales a la isla desde el cementerio de San Fernando, de Sevilla, en donde reposan.

     Tampoco han faltado los autores cubanos relevantes que, desde un lado u otro del espectro ideológico, han tratado de reivindicarla cuando no de apropiarse de su figura para servir a sus intereses políticos particulares. Pero al margen de esas pequeñas flaquezas, tan propias del espíritu humano, lo importante y lo que aquí nos convoca desde ultratumba es su biografía y sus cartas que constituyen, en palabras de Cruz de Fuentes, "lo mejor de su poesía". Más que eso, yo diría que constituyen la clave para entender el pesimismo y la desolación que destilan unos poemas escritos por una joven veinteañera, y así lo supieron ver los autores coetáneos a su publicación que antes he citado.

     Hay quien se lamenta del tono hagiográfico del prólogo y la necrología y de la "censura" impuesta por su compilador a determinados párrafos de las cartas, que juzgó necesario no publicar. En cuanto a lo primero, les doy en parte la razón, aunque hay que tener en cuenta, en descargo de Cruz, el agradecimiento y el respeto reverencial que sentía por la figura de Ignacio de Cepeda. Respecto a lo segundo, creo que lo esencial  está en las cartas publicadas. ¿Qué pueden ocultar los párrafos suprimidos? Aparte de algún que otro chismorreo propio de la correspondencia entre amigos, sin duda acerbos reproches o incluso insultos propios de quienes aman con tanta pasión y tanta sinrazón como lo hacía Tula, en un momento de ira o de desconsuelo. El dolor, la desolación, la grandeza de ánimo, la capacidad de sufrimiento, de entrega y de perdón de Gertrudis, además de sus inmensas contradicciones, están ahí, magníficamente expuestos, no nos hace falta más para poder entenderlos.

     Mucho más lamentable es, a mi juicio, y en ello coincido con Rodríguez Marín,  que no podamos disponer de las cartas que Ignacio dirigió a la escritora. Debido a esta falta, sus razones sólo podemos entreverlas de una manera sesgada, pasadas siempre por el filtro de la subjetividad de la Avellaneda en sus respuestas a las mismas. En este terreno, hay una incógnita que yo me planteo y que supongo que no seré el único en hacerlo entre todas las personas que se han interesado por la correspondencia que nos ocupa. ¿Existieron cartas posteriores a 1854, año en que, casado Cepeda, se interrumpen las cartas publicadas? ¿Existieron, tal vez, ulteriores encuentros en Sevilla o en Madrid, en los que los dos amigos, ya encanecidos, revisitaran los recuerdos de juventud? Aunque nada nos consta al respecto, no es improbable que los hubiera pues, pese a que, como es sabido, D. Ignacio, tras su largo viaje por tierras europeas y asiáticas, se recluyó en Almonte el resto de su vida,  no por ello dejó de visitar a veces la capital del reino. Además, se da la circunstancia de que Tula reside en Sevilla, por segunda vez y ya viuda de su segundo marido, entre 1864 y 1870.

     Lo único cierto en toda esta historia es que, desde el principio, era imposible que prosperase una relación amorosa entre dos personajes de caracteres tan contrapuestos.
Tula representaba el ideal romántico, Ignacio era un ilustrado dieciochesco tardío. Un personaje flemático y estudioso, incluso dotado del dudoso don de la "pachorra" (como graciosamente le acusa Tula, con tono familiar, en una de sus cartas). Una persona indecisa, al decir de Carmen Bravo-Villasante en su imprescindible biografía de la Avellaneda. Todo ello puede ser poco favorecedor (y bien que se han encargado algunos biógrafos de "La Peregrina" de cargar contra él llegando incluso a la injuria personal) pero es el reverso indudable de un hombre que poseía, en el anverso de su efigie, otras cualidades muy estimables.

     A modo de ejemplo relativamente suave de lo que acabo de decir citaré el conocido retrato que de él hace Ramón Gómez de la Serna en el prólogo a la Antología publicada por la editorial Austral. Ramón califica a Cepeda de "hombre de mecedora y sonrisa, que se va a dejar querer pero que no tiene heroicidad para atreverse a llevar en vilo de por vida a tan encantadora mujer". Queriendo zaherir al tibio galán creo que Gómez de la Serna hace de él la mejor defensa: heroicidad, ese el término empleado por Ramón y es justamente esa virtud, no exigible a la mayoría de los mortales, la que hubiera hecho falta para acompañar de por vida a aquella mujer tan sabia como ignorante a veces; con unos cambios de ánimo que, de haber vivido hoy tal vez hubiera sido diagnosticada de trastorno bipolar; tan adelantada a su tiempo en algunas cosas y tan excesivamente tradicional en otras; celosa y posesiva como ella sola.

     Puede que Gómez de la Serna lleve razón en lo de "dejarse querer", aunque, visto de otro modo, también se podría decir que Ignacio no incurrió en la idea machista tan propia de su tiempo del desprecio intelectual de la condición femenina. Es cierto que no se enamoró de ella pero siempre quiso tenerla como amiga y, al final, se salió con la suya. Porque, ¿dónde está escrito que uno tenga que enamorarse de quien se enamora de uno? Amores contrariados los hay, los ha habido y los habrá, y no levantan tanta polvareda. Por otra parte, es bien sabido que en el amor el que más pierde es el que más pone. Y, en este sentido, la relación entre Tula e Ignacio, al leer sus cartas, se me figura como una partida de ajedrez con el ganador previamente decidido: gana la reflexión, pierde el impulso. Eso sí, con una victoria tan pírrica que muy probablemente el ganador hubiera preferido mil veces que la vida no le hubiera obligado en algún momento a emprender  partida tan desigual.

     Cuando Ignacio de Cepeda, en el otoño de 1847, parte de Madrid hacia París, primera etapa de su largo viaje, sale literalmente huyendo de Tula y, tal vez, también de sus propias contradicciones internas. Pero como bien dice Cruz, la figura de Cepeda, llena de honradez, bonhomía, inteligencia y amor al trabajo, siempre dispuesto a ayudar a los demás, merecería para sí solo una biografía aunque Tula no se hubiera cruzado en su camino. Su afán por aprender y comprender todo lo nuevo que veía,  por recorrer cielos tan lejanos, su trayectoria como hombre público y benefactor así nos lo confirman visto con la perspectiva del tiempo.

     En cuanto a Tula, ¿qué decir de ella que no esté ya dicho? Como escritora, una luminaria que cruza el cielo bajo del tardío y escaso romanticismo español, una adelantada a su tiempo que quiso vivir de y para la literatura. Como persona, una mujer a la eterna búsqueda simbólica de ese padre real que perdió de pequeña y que, en una época de su vida, creyó encontrar en un hombre tranquilo y reflexivo como era Ignacio de Cepeda y en otras posteriores en sus sucesivos maridos. Me atrevería, incluso, a acuñar aquí un neologismo que define, a mi entender, perfectamente el carácter de la poetisa: "síndrome de Ícaro". Como el personaje mitológico, siempre quiso tocar el sol con sus manos, no le bastaba la vida corriente de todos nosotros, necesitaba vivir envuelta en sublimidad. Pero, como Ícaro, no calculó sus fuerzas ni la endeblez de sus alas y vino a darse no uno sino continuos golpes contra el duro suelo de la realidad cotidiana.

     Bravo-Villasante la compara con Corina, el personaje creado por Madame de Stäel. Triunfadora en la vida pública, infeliz en la privada. A ello, aparte de la época que le tocó vivir y al papel de sumisión que a la mujer se le otorgaba (paradigma de lo cual fue la negativa de la Real Academia Española de la Lengua a admitirla en su seno por el solo hecho de su condición femenina) contribuyó, como antes he apuntado, su carácter. A Tula no le gusta el mundo en que vive y, desde adolescente, busca refugio en el amor. Pero no el amor a un objeto real, sino siempre a un ser imposible, inexistente. Una entrega absoluta y absorbente, eso es lo que ella se siente dispuesta a dar y eso es lo que exige de los hombres a los que ama o cree amar. De hecho, para ella amar tiene un componente místico importante, cuasi religioso. Es por ello que, en los momentos más álgidos de su pasión por Cepeda le llame "mi Dios", en sus cartas; se refiera a "Él" (así, escrito con mayúsculas) en sus poemas.

     Como señala Stendhal, "el místico busca unirse a la realidad primordial, el enamorado ve el resplandor de esa realidad en su amado". Así se explica que, en uno de sus poemas más tristes y desesperados se dirija a su amado diciéndole: "No era tuyo el poder que irresistible postró ante ti mis fuerzas vencedoras". Lo cual no supone una contradicción, aunque en principio lo parezca, sino que equivale a decirle: el amor que me inspiraste no dependía de tu voluntad, sino de la aureola divina que te rodeaba. Si Dios omnipotente no te hubiera envuelto en ella y acudido en tu auxilio, jamás podrías tú haber ganado esta batalla.

     Luego están sus contradicciones: dice no creer en el matrimonio y se casa dos veces. Quiere ser moderna e independiente y se halla atada a una estricta creencia religiosa lindante, a veces, con la superstición. Es por todo ello que nada le satisface, que todo termina decepcionándola, es un ser no adaptado a vivir en este mundo. Y, por último, como remate, está su mala suerte. El matrimonio con su primer marido sólo dura unos meses dado que él fallece tras una penosa y fulminante enfermedad. Su segundo marido también muere como consecuencia mediata de las heridas que le causan precisamente por defender el honor de la poetisa.

     No sabemos si la Avellaneda leyó a Stendhal, de hecho no lo cita en sus cartas entre sus autores preferidos y dado el carácter no precisamente romántico del insigne escritor francés, lo más probable es que no lo hiciera. Pero, a pesar de ello, su teoría de la cristalización, expuesta en su libro "Del amor" (1822) parece elaborada de propósito para explicar el concepto que de ese sentimiento tenía Tula. Stendhal nos dice que "el amor realizado plenamente es un amor que vale poco"  Y a continuación nos muestra gráficamente su teoría. Si se echa una rama seca y deshojada, nos dice Stendhal, en una de las minas de sal de Salzburgo, y se la recoge al día siguiente, la rama ha cambiado de aspecto. Aparecerá cubierta de un sinfín de cristalitos brillantes que convierten la rama seca en una especie de joya engarzada en diamantes. En realidad no son tales, sino cristalitos de sal, pero el amante, que añora diamantes, es lo que acierta a ver en ellos, es lo que termina viendo. Proyecta en el amado sus carencias, se cubre con una venda los ojos para no ver sus defectos. Se enamora, en definitiva, de un ser irreal, de un fantasma, así podrá poner en él todo lo que necesite. Por supuesto que, condición sine qua non para esta forma de amar es acompañarla de sufrimiento. Otra condición sería la dificultad: prefiere la caza en sí a la obtención de la presa porque ello le permite vivir en el plano de la imaginación. Y un último requisito sería la no consumación. Condición ésta última, en Stendhal y en Tula, necesaria para poder sublimarlo y así convertirlo en obra literaria, en arte en definitiva.

     Y con Stendhal termino, invitándoles a pasar la página y leer ese prodigio de sensibilidad, de pasión, de dolor y de ternura, a descubrir esa relación de amor-odio, de encuentros y de huidas que se esconde en las cartas escritas por Gertrudis Gómez de Avellaneda, "Doña Amadora de Almonte", a Ignacio de Cepeda.

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