Elogio del Exilio
David Lago González
Si yo
tuviera que identificar el exilio
con algún color sería con lo negro.
El
exilio es todo como una bruma, como un negro...
Pienso en el exilio como
en un color único
.
Reinaldo
Arenas
(Ette, Entrevista, 1992)
It's a new dawn,
it's a new day,
it's a new life for me
and you know how I feel.
(Canción interpretada por Nina Simone)
El exilio como tal es, en la mayor parte de los casos, una decisión
personal –salvo la costumbre de la extinta URSS de expulsar a ciertos
ciudadanos disidentes, también, curiosamente practicada por los EE.UU., p.e.,
en los affaires Chaplin y Polanski-, pero nunca exento de unas
circunstancias adversas, ya sean políticas, económicas o incluso familiares,
que lo determinan. No hay fórmulas perfectas para asumirlo; no hay preparación
posible por mucho que se ansíe poner tierra de por medio; no existe manera
alguna de visualizar lo que será "Aquello" hacia lo que vamos, creemos que,
dispuestos de la más indestructible voluntad, tenacidad, agresividad (en el
buen sentido de la palabra) e incluso voluptuosidad (dependiendo de la edad,
nunca se sabe lo que el futuro pueda terciar...) y la más férrea determinación
por abrirnos paso hacia otra vida o hacia otro margen más amplio de libertad,
aderezado, en los supuestos de diletantes y artistas, por esa curiosidad que
conduce al interés por culturas y costumbres que enriquecerán -si el emigrante
no opone resistencia- las suyas propias.
Pero hay algo inicial que, sin
duda alguna, ayuda en la asimilación y la incorporación del destierro como
forma de vida y no como un "lamento borincano por la patriecita y el patiecito
con la matica que dejamos atrás", y se llama "ruptura". Es posible
también que dicha ruptura no se produzca como punto de partida sino como parte
del proceso de aceptación de que la vida definitivamente ha cambiado. El
espectro del transterrado –y utilizo esta palabra casi aséptica para evitarme
las sutiles y abismales diferencias entre exilado, emigrante y demás
variantes-, desde cualquier punto cardinal que intente medirse, es tan amplio
que lo hace casi inabarcable, y por ello intentaré ajustarme a ámbitos más o
menos intelectuales, que los centran todos y a su vez le proporcionan quizás
una cierta dimensión más flexible.
Muchos
cubanos, sobre todo al principio de la Revolución, partieron de Cuba con la
idea de que aquel viaje no sería más que una estancia de meses o de pocos años,
y en ese sentido no salieron, efectivamente, a hacer "las Norteaméricas" o "las
Españas", sino a esperar. Bastante de ellos ya no existirán y dudo que el
resto mantenga la misma idea después de más de 40 años y, mucho más, que sean
verdaderamente capaces de readaptarse a la actual sociedad cubana, por muy
híper-cubanos que se sientan, se crean y lo sean.
Ciñéndome a la primera mitad del siglo XX, también muchos españoles
partieron hacia Cuba: unos con la idea de "hacer las Américas" y
volverse al terruño; otros, quizá por la misma razón, y la mala suerte o el
amor borró la idea del retorno; y otros, finalmente, con la determinación de no
volver y hacer de Cuba su nuevo país. No sé a cuál de las últimas dos
especies pertenecerán mi padre y mi familia, pero si algo me enorgullece de
ellos es que en todo momento supieron acatar y adaptarse a las normas sociales,
costumbres y modismos idiomáticos que aquel país de acogida les imponía de
forma natural y a modo de supervivencia, haciéndolos suyos, sin cargar los
propios a sus descendientes en lo que hubiese sido un muy poco pragmático e
impositivo estilo de educar, y respetando en todo sentido un pueblo ajeno que
se iba haciendo suyo sin que por ello perdieran un ápice de su identidad: se
pierde lo que se adquiere, pero no aquello que ya eres.
En Cuba existía, como en todas partes, una infinita gama de actitudes
sociales, pero se daban con frecuencia dos a las que quiero referirme: por un
lado, los pueblerinos y provincianos que, sin entrar a analizar motivos,
renegaban de sus orígenes y convertían La Habana en la mira y razón de toda su
existencia; y por otro, pueblerinos y provincianos que, sin entrar a analizar
motivos, aceptaban las circunstancias de su localización natal y para los que
la capital de la isla era simplemente una ciudad más. Paradójicamente,
muchas veces esos provincianos a gusto resultaron ser más cosmopolitas que los
provincianos a disgusto y al abandonar Cuba y La Habana hacia otras urbes
mayores, más impersonales, deshumanizadas y solitarias, los últimos terminaron
sublimizando todo aquello de lo que en su país de origen habían renegado,
defenestrado y de lo cual se habían sentido tan avergonzados: campo, pueblo,
provincia y costumbres derivadas.
Tal vez también en ciertos casos –que, dada la presencia española en
Cuba, podrían ser bastante numerosos-, el simple hecho de pertenecer a una
familia de emigrantes/inmigrantes ha facilitado al menos un estado de inclusión
que, más que social, se vuelve interno, personal, y ayuda ciertamente a vivir
más en paz consigo mismo, y curiosamente en muchas ocasiones en lo que menos
auxilia es a que la propia comunidad de origen lo acepte tal cual sin
considerarlo una pedantería o una traición. En mi caso particular, ningún
integrante de mi familia española tuvo jamás que decirme que emigrar era, es y
seguirá siendo, la última carta de la baraja y que son muchísimos los que sólo
lo hacen una única vez. Me ofende en silencio cuando algún cubano,
incluso amigo, dice en voz baja "este gallego de mierda" o "cómo son
estos gallegos..." cuando en primera ni siquiera saben si son de Galicia o
de Extremadura, y porque, además de que tales observaciones dejan mucho que
desear en cuanto a sí mismos, también por otra parte están de hecho y sin
ningún permiso omitiendo un lado de mi vida y de mi carácter que está
totalmente integrado en mí, e independientemente de lo que ello me afecte, es
una falta de respeto que a la mayoría de los cubanos no le gustaría que le
aplicaran con el gentilicio que le toca. Yo no alcanzo a comprender por
qué razón, si nos hubiésemos ido a EE.UU., habría sido comprensiblemente lógico
intentar hablar el idioma oficial de ese país con el menor acento posible, y
este juicio se extiende a cualquier otra nación cuya lengua no sea el
castellano. Sin embargo, cuando nos referimos a España, la cosa cambia,
hasta el punto de que a mí se me ha sugerido "hablar en cubano" cuando
estoy entre cubanos y "hablar en castellano" cuando estoy entre
españoles (¿tendré que aprenderme todas las lenguas regionales, con el lío que
hay aquí?). Lo siento por los que consideran lo último como una traición
a La Patria (yo la traicioné desde que me di cuenta que sólo me interesaba como
mero escenario de mi vida, igual que ahora España, pero es hasta posible que
esa falta de "reafirmación" sea verdaderamente la certeza íntima y profunda,
sin conflictos, de que no hay razón para reivindicar aquellas cosas que nos son
naturales, como, por añadidura, ser heterosexual u homosexual). De cualquier
forma, yo voy a seguir el ejemplo de mi padre: respetar el país donde escogí
vivir, y por ello no pierdo, estoy seguro, lo bueno que me dio la tierra en que
nací. Es posible que a estas alturas ya uno no pertenezca más que a
micro-mundos de un lado y de otro, o de muchos, que conforman propiamente una
minúscula patria llamada "uno mismo".
Entre los dos exergos que encabezan este trabajo existe un contrapunto
que puede ser equilibrio o abismo. No comparto totalmente ni uno ni otro
(aunque evidentemente Nina Simone no estaba refiriéndose a migración
alguna). Muchas veces me he preguntado qué es lo que se pretende
"alcanzar" al salir de Cuba, desde el sujeto más simple hasta el más
complicado, y muchas veces no he sabido responderme. Cuando en La Habana,
Reinaldo Arenas hacía suyo el dicho popular de "¡Nunca podré quitarme el
yarey de las patas!" refiriéndose a su monte holguinero, no sabía que
estaba siendo profeta en su tierra con su propio destino, y aludo a él
específicamente porque me parece un extremo sui generis de lo que es
reducir un horizonte más amplio dentro de una visión totalmente campesina,
incluso ese arrebato patriótico desfasado en tiempo y actitud para los que,
como él, habíamos vivido la primera mitad de la Revolución y hasta con la
propia imagen que de sí proyectaba en los cogollitos habaneros, que enarboló
desde su primera entrevista para "Buenos Días, América" (1980) hasta sus
últimos momentos, a no ser que quisiera emular a Martí. No sé cuánto
tiempo le duró la felicidad inicial del deslumbramiento, pero por mi parte
aseguro que a pesar de ser engañado por el cónsul español en Cuba para ahorrar
a la metrópoli los costes de nuestra repatriación, lo que nos originó
innumerables contratiempos; a pesar de haber sido rechazado inicialmente por mi
familia gallega, por una serie de malentendidos que no viene al caso explicar;
a pesar de las cuatro caminatas diarias que daba desde Corredera Baja de San
Pablo hasta la calle de Canarias para ahorrarme el transporte y los no sé
cuántos meses en que tardé en tomarme un café en un bar; a pesar de los
millones de platos y copas y calderos que tuve que fregar en restaurantes
chinos (tarea ante la cual los "super-machos cubanos" que antes de salir se
vanagloriaban de comerse el mundo, se "rajaban" con una frecuente y vergonzosa
facilidad); a pesar de comer en comedores para refugiados e indigentes (el del
convento de la calle Martínez Campos, no gracias a Sor Isabel, sino a la
mediación de Dña. Emedina Díaz –madre de Mario Parajón- que de un día para otro
convirtió a la monja en una dulce yemita de Santa Teresita de Jesús); a pesar
de todo lo malo y lo bueno que paso por alto detallar porque no se trata de mi
autobiografía; incluso, a pesar de compartir el mismo virus que llevó a
Reinaldo Arenas al suicidio (ciertamente aseguro que la atención
sanitaria española al respecto es muy superior a la norteamericana); creo
realmente que en ese amplio espacio entre las dos citas –la de Arenas y la de
esa maravillosa canción- existe una gama de innumerables risas y desdichas que
supera con creces, para bien y para mal, los casos expuestos. La
nostalgia es un lujo que el transterrado no se debe permitir, y transterrar no
es solamente un viaje hacia el exterior sino también una introspección, hacia nuestro
espíritu, hacia nuestro carácter, hacia nuestro pasado y nuestros
orígenes. También hacia nuestro futuro. De haber sucedido lo contrario (o
sea, de no haber emigrado), la vida igualmente habría seguido su curso; por
tanto, todo cuanto nos pase ahora y aquí o allá o acullá, no es totalmente
imputable a España, a EE.UU., o a Cuba, sino también, y sobre todo, a nosotros
mismos.
(Madrid, 3 de julio de 2000)
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