Paranoia



Envejece mal, y además es pobre.
Escribió una mano viperina lánguidamente maligna
a la sombra de unos árboles
donde los adictos hacen sus transacciones con los mercaderes.
Como una rosa tatuada, escribieron esa frase sobre mi pecho.
Me sentaron a la mesa de una terraza en la Plaza de Tirso de Molina
atendida por un par de aves criollas de corral que allí trabajan
de meseras y se lanzan las órdenes una a la otra
con acentos de lodazal y palabras carcomidas por el mal uso.
Me sentaron allí un par de veces: una, yo solo;
la otra, me acompañaba una muchachita frívola de París
de la que se dicen cosas feas.
¿En cuál de las dos ocasiones argumentaron la escena?
Envejece mal, y además es pobre.
Sí, son dos pecados de los cuales no me puedo defender.
Describían todo el paseo, cómo
me sentaba en uno de los horribles trozos de hormigón
que hacen de incómodos bancos, cómo leía el periódico,
cómo tomaba el café. O la cerveza.
Me llamaban triste, desdichado, poca cosa,
y se disfrazaban de perros, de señoras con carritos de compra,
de gitanas que vendían fruta en una carretilla,
de la chica sin dientes que intentaba encender una papelina,
de vendedora de flores,
de insecto que atravesaba toda la plaza
esquivando los pies que lo ignoraban.
Pero allí estaban.

Ha pasado el tiempo.
De vez en cuando acaricio la rosa tatuada sobre mi pecho:
“Envejece mal, y además es pobre.”
Dos verdades como un templo.
Mas, finalmente pago al mezquino espía
con versos inalcanzables a su maldad voraz.



(Madrid, 20 de marzo 2010, 3:46)
© David Lago González

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