La roca asentada que se desprende
como un salto de sombra en las tinieblas
cubre el paso que el creador amuebla,
alimenta a las bestias y sus duendes.

Su quieto pacto de sombras destruye
el lento cauce de la vida plena,
la cuerda floja de su luz en vena,
el libro sabio donde todo fluye.

La casa abriga mansas tempestades,
los filos de la vida cotidiana,
marcos y marcas de antiguas bondades.

Son las ruinas de esta vida urbana,
frío refugio para las mitades,
hilos oscuros que el desdén hilvana.
Parto entonces a esta harta tierra mía
sólo en mí solamente ensimismado;
salto sobre la luz que no ha pasado,
enmiendo el curso que me desvaría.

Huelo la sal del océano hundido.
Reparto siluetas que se difunden.
Contemplo la manta que me ha traído.
Lo que quedaba del agua ya se hunde.

Un libro, un salto, el verso, una caricia,
un viento de frutos tan bien paridos
en la arena, en el hielo, en el desierto.

Todos en mi equipaje aquí han venido,
jinetes curados y sin malicia,
sanados de las vidas donde han muerto. 




Ernesto González