Gertrudis Gómez de
Avellaneda y su época
José María Cepeda
Vida, pasión y muerte de una poetisa olvidada, en la
cumbre del Romanticismo español; cubana por nacimiento y sevillana de vocación.
Ni una calle*,
ni una plaza, ni una triste placa en la casa en la que vivió recuerdan en
Sevilla la vinculación con esta ciudad de la que fue considerada en su día como
una de las voces más hondas de la poesía romántica en lengua española. Ni tan
siquiera un crisantemo marchito sobre su tumba, en el cementerio de San
Fernando, con las letras de su nombre gastadas por la intemperie, en la que
disfruta, al fin, de la paz espiritual que no conoció en vida.
El contraste resulta aún más conmovedor por cuanto la humilde sepultura
que ocupa en el antiguo camposanto-jardín, tan cerca de la becqueriana Venta de
los Gatos y hoy rodeado de autopistas y naves industriales, se halla contigua a
las de pomposo mármol blanco o negro granito de figuras del toreo, del baile o
de la copla.
¿Quién podría
reparar, paseando entre aquellos lúgubres cipreses, en que los restos que allí
descansan pertenecieron a aquella dama de mirada dulce y serena que pintó
Federico de Madrazo y que disfrutó de la amistad y reconocimiento de personajes
tales como Lista, Zorrilla, Espronceda o Fernán Caballero?
Pero,
comencemos por el principio. ¿Quién fue Tula, "La franca india" o "Amadora de
Almonte", que con todos eso seudónimos y algunos más gustó de ser llamada la
escritora en diferentes fases de su vida y así firmó algunas de sus obras, ya
fueran poemas, novelas, obras teatrales o cartas, que casi todos los géneros
literarios cultivó en su no demasiado largo devenir sobre la Tierra?
Para
responder a esta pregunta, nada mejor que darle la palabra a ella misma a través
de la autobiografía que escribió para un destinatario muy concreto del que
luego sabremos más detalles.
Sólo nos
resta advertir al lector que lo que va a leer a continuación no es el argumento
de un novelón decimonónico, sino el compendio de una historia real, trágica a
la par que grandiosa, como lo era el espíritu de su protagonista; romántica, en
el sentido originario de ese manoseado término. Una historia en la que entran y
salen personajes, tal que si de un salón de baile se tratara, en el que se danzara
al ritmo alocado de la polka más que al acompasado del minué, como hubiera
querido, quizá, alguno de los bailarines.
INFANCIA Y ADOLESCENCIA: DE LAS ANTILLAS A LA PENÍNSULA
"Es preciso ocuparme de usted; se lo he ofrecido; y, pues, no puedo dormir
esta noche, quiero escribir; de usted me ocupo al escribir de mí, pues sólo por
usted consentiría en hacerlo.
La confesión, que la supersticiosa y tímida conciencia arranca a un
alma arrepentida a los pies de un ministro del cielo, no fue nunca más sincera,
más franca, que la que yo estoy dispuesta a hacer a usted. Después de leer este
cuadernillo, me conocerá usted tan bien o acaso mejor que a sí mismo. Pero
exijo dos cosas. Primera: que el fuego devore este papel inmediatamente que sea
leído. Segunda: que nadie más que usted en el mundo tenga noticia de que ha
existido.
Usted sabe que he nacido en una ciudad del centro de la isla de Cuba, a
la cual fue empleado mi papá el año de nueve y en el cual casó algún tiempo
después con mi mamá, hija del país..."
Así comienza a escribir su autobiografía la
poetisa una calurosa noche sevillana de finales de julio de 1839.
Afortunadamente,
la persona a quien iba dirigida no cumplió la obligación que le imponía la
escritora de dar al fuego aquellas cuartillas tan pronto como las hubiera
leído, así como tampoco las cartas que le fue enviando a lo largo de los años
sucesivos.
La ciudad del
centro de Cuba, a la sazón colonia española, a la que Tula se refiere es Santa
María de Puerto Príncipe, después llamada Camagüey, la misma ciudad que vio
nacer, casi un siglo después, a otro insigne poeta: Nicolás Guillén. La fecha
de su nacimiento, el 23 de marzo de 1814.
Sus padres
fueron el capitán de navío Don Manuel Gómez de Avellaneda, de origen
peninsular, concretamente de la villa de Constantina, y Doña Francisca de
Arteaga, perteneciente a una familia de la alta burguesía criolla.
La temprana
muerte de su padre, cuando Gertrudis tenía ocho años, fue la primera
advertencia que la vida le hizo acerca de su carácter de valle de lágrimas más
que de lecho de rosas. A continuación vendrían las nuevas nupcias de su madre
con Gaspar de Escalada, también militar, cuya ruin condición se revelaría años
después cuando consiguió arrastrar a la familia a su Galicia natal.
Pero no adelantemos
acontecimientos, pues hemos dejado a la sensible señorita Tula en Puerto
Príncipe, rodeada de criadas negras que invocan ora a la Virgen de la Caridad
del Cobre ora a Changó, mientras la ayudan a vestirse para la velada nocturna
que se celebrará en la mansión del rico propietario de un ingenio azucarero.
Mas la
felicidad de Tula no es completa. No ha cumplido aún los diecisiete años y ya
su familia la ha prometido a un próspero y maduro hacendado a quien ella no
ama.
En una de
aquellas sensuales noches del trópico, quien sabe si bajo la influencia de una
sonata de Chopin, ha salido a refrescarse a la veranda y allí, bajo la sombra
de un mamey, ha conocido a un apuesto joven llamado Loynaz, de quien no tarda
en caer rendidamente enamorada.
Pero aquella
relación se encuentra lastrada desde sus orígenes. Por un lado, existe una
vieja enemistad entre las dos familias; por otra, el temor al escándalo social
que produciría la ruptura del compromiso con el "novio" coloca a Gertrudis ante
un complicado dilema.
Ella trata de
desahogarse contándole sus cuitas a Rosa Carmona, su amiga del alma, compañera
de ensoñaciones y de lectura de novelas y poesías amorosas.
Pero Rosa no
hace más que ponderarle las virtudes del rico terrateniente y de desaconsejarle
el trato con Loynaz, al tiempo que persuade secretamente a la madre de Tula
para que lo aparte de la casa familiar.
Cuando todo
estaba preparado para la celebración del matrimonio, Tula decide que no puede
seguir adelante con la farsa. Huye a casa de su abuelo, se arroja a sus pies y
le dice que se dará muerte antes de casarse con el hombre que le destinaban. Su
abuelo la comprende y protege pero no así su padrastro y el resto de la
familia, que la tildan de frívola y casquivana por haber roto tan ventajoso
compromiso. Poco tiempo después, su abuelo, enfrentado con Escalada, abandona
la casa de la madre de Tula, en donde residía y se muda a casa de uno de sus
tíos. Éste aprovecha la estancia para indisponer al anciano contra su hija y su
nieta pintándola como una niña novelera y consentida, con el único fin de que
aquel variara el testamento a su favor.
Lo consigue.
El abuelo fallece a los pocos meses y deja toda su fortuna al referido hermano
de su madre, hecho que la familia interpreta injustamente que ha sido
propiciado por el escándalo provocado por el rompimiento de Tula.
Para colmo de
desdichas, ésta termina por enterarse de que lo que ella suponía interés en su
futuro por parte de una amiga mayor y más juiciosa, como era Rosa Carmona,
cuando le ponía en guardia respecto a su relación con Loynaz, obedecía a
motivos bastante más inconfesables: Rosa y Loynaz se amaban clandestinamente.
"¡Cuántas
veces lloré en secreto lágrimas de hiel y pedí a Dios me quitase la existencia!
¡Cuántas envidié la suerte de esas mujeres que no sienten ni piensan; que
comen, duermen, vegetan, y a las cuales el mundo llama muchas veces mujeres
sensatas...! -- escribe la poetisa abrumada por el
final abrupto de su edad de la inocencia.
A
consecuencia de tantos pesares, Gertrudis cae gravemente enferma. Tras unos
meses de convalecencia en el campo, acoge con agrado el proyecto de su
padrastro de trasladarse a la península, junto con su madre y su querido
hermano pequeño, Manuel.
Escalada
vende tierras y esclavos y la familia se traslada unos meses a Santiago de Cuba
antes de zarpar para Europa. Durante esos meses, Gertrudis es feliz. Compone
versos, que son apreciados, y brilla con luz propia entre la buena sociedad
santiaguera.
Al fin, el 9
de abril de 1836, se embarcan para Burdeos en una fragata francesa, no sin
sentir una intensa emoción por abandonar la tierra que la vio nacer, a la que
despide entre lágrimas.
"¡Perla del mar! ¡Estrella de Occidente!
¡Hermosa Cuba! Tu brillante cielo
la noche cubre con su opaco velo,
como cubre el dolor mi triste frente..."
Tras pasar
unos días en Burdeos, entran en España y se dirigen a La Coruña, la tierra de
Escalada. Tula tampoco encuentra allá la felicidad que, como casi siempre suele
ocurrir, huye más de uno en tanto más se la persigue.
Aparte de las
mezquindades y bajezas con las que Escalada atormenta a la familia, que lo ha
dejado todo por seguirlo, Gertrudis choca con el carácter gallego de entonces,
pacato y ahorrativo. La familia de su padrastro la acusa de atea por leer a Rousseau
y de señorita sabihonda con ínfulas de grandeza.
Tula, como
siempre, va a intentar buscar consuelo a sus desdichas en el amor. El
beneficiario, en esta ocasión, se llama Ricafort, es militar, y, aunque le ama con muchas dudas y
voluntarismos, pues aquel no entiende sus aspiraciones intelectuales y la
quiere con la pata quebrada y en casa, olvida su propósito anterior de no
volver a atarse a ningún hombre y se compromete con él a contraer matrimonio, una institución en la que, en el
fondo de su corazón, no cree.
Pero el
regimiento de Ricafort es llamado para participar en la Guerra Carlista y, de
nuevo, encuentra la poetisa el pretexto para romper sus compromisos.
En esas
condiciones, triste y escéptica por un lado, libre por otro, parte con su hermano
hacia Lisboa y, de allí, a Andalucía, a conocer
a la familia paterna, resuelta a dejarse llevar por emociones y
pasatiempos momentáneos y a olvidarse para siempre de la pasión amorosa, que
tantos sinsabores ha acumulado sobre su corazón, hasta dejarlo casi gélido.
TULA EN
SEVILLA: EL ENCUENTRO CON CEPEDA
La Sevilla a la que llega Gertrudis es una ciudad ensimismada que vive
de glorias pretéritas. El dinamismo que le otorgaba ser la sede de la Casa de
Contratación y monopolizar el comercio con las Indias, hace más de un siglo que
lo perdió en beneficio de Cádiz.
Estamos ante una ciudad en donde la ilustración y la cultura
cosmopolita, propiciada por el comercio, prácticamente han desaparecido; sus
vínculos con el mundo exterior han sido cortados y se encuentra en manos de una
aristocracia de origen rural, altiva e ignorante, y de una Iglesia retrógrada,
que describe muy bien Blanco White, contra cuya influencia pudieron muy poco
los intentos reformadores de Olavide en el siglo anterior.
Como contrapartida, cabe destacar algunos logros modernizadores
conseguidos, sobre todo, durante el mandato del asistente Arjona, tales como la
construcción de los Paseos de Cristina y Delicias, alumbrado público y
empedrado de las calles. Más tarde, ya durante el reinado de Isabel II, se
construiría el Puente de Triana por ingenieros franceses, al tiempo que se
inicia una política de ensanches urbanísticos que tiene como consecuencia la
demolición de casi todas las puertas de la antigua muralla, así como la sustitución
de la calle de Génova, actual Avenida de la Constitución, por la calle Sierpes
y la Plaza del Duque como principales focos de actividad social y comercial.
La presencia de la "pequeña corte" de los Montpensier en la ciudad, el
nacimiento de la Feria de Ganados en el Prado de San Sebastián, origen de la
actual Feria de Abril, y, en el plano cultural, los Cursos de Historia y
Humanidades impartidos en el Colegio de San Diego por el eminente maestro
Alberto Lista terminan de pintar el cuadro de una ciudad que no se resigna del
todo a ceder la preeminencia cultural y económica que tuvo en siglos
anteriores.
Es en este marco en donde podemos encontrar de nuevo a Tula. La podemos
imaginar ahora paseando por el Duque o por el Cristina acompañada de alguna de
sus amigas de la buena sociedad sevillana, asistiendo al teatro y desdeñando,
uno por uno, a los petimetres que comienzan a asediarla.
El clima cálido de Sevilla y el ambiente sensual que se respira en sus
calles parecen de nuevo devolver a Gertrudis las ganas de vivir y de escribir.
Y más, mucho más, cuando un buen día, como quien es alcanzado por el rayo, se
encuentra de bruces con el Amor personificado en un joven y apuesto estudiante
de Derecho, de noble familia ursaonense, llamado Ignacio de Cepeda.
La poetisa, que no sabe hacer las cosas a medias, siente en su estómago
el vértigo, aterrador y delicioso a un tiempo, de quien cree haber encontrado
el hombre de su vida. Corre el año 1839. Gertrudis tiene veinticinco años y el
objeto de su pasión absorbente, sólo veintitrés.
Pero, de nuevo, Tula se equivoca en la elección. Su nuevo amigo es la
antítesis de la poetisa en lo que al carácter se refiere. Ella es un huracán
exaltado, él un joven flemático y estudioso, un ilustrado con un siglo de
atraso.
Sin embargo, no se amilana, y, mientras él más se resiste a caer en las
redes absorbentes de Gertrudis, más lo cerca ella con sus poemas y cartas
apasionadas, no sin antes darle cumplida cuenta de los avatares de su vida
anterior con la ya mencionada autobiografía
que escribe en exclusiva para él.
De entre toda la producción literaria de la escritora durante sus años
sevillanos cabe destacar su drama "Leoncia", estrenado en 1840 en la ciudad del Guadalquivir. En 1841
se publica en Madrid su primer libro de poesía, prologado por Juan Nicasio
Gallego, y su novela "Sab".
Es éste un período febril para la autora y lo que mejor define su
estado de ánimo en ese momento son las cartas que dirige a su amado. Es en esta
época, además, cuando decide consagrar su vida a la Literatura, decisión
bastante arriesgada en aquel y en cualquier tiempo, y más para una mujer de la
época.
La correspondencia entre ambos personajes se inicia el mismo año de
1839 y se prolonga, a veces con grandes lapsos de tiempo, hasta 1854. Las
cartas de los dos primeros años son las más apasionadas. En ellas, el exaltado
espíritu de la poetisa transita, como las nubes caprichosas de su tierra natal
que tan pronto ofrecen un día radiante como descargan un enorme aguacero, del
entusiasmo a la desolación, de la lisonja más dulce al reproche más acerbo,
ante la impasibilidad e indiferencia amorosa que Cepeda le muestra.
"...Tú eres lo que has sido, lo que serás
siempre para mí, el más amable de los hombres y el más querido de los amigos...
Es preciso que te diga que te quiero aun más que a ningún hombre he querido, y
que si el destino ha ordenado que no te vuelva a ver más, conservaré de ti una
tierna e imborrable memoria..."
"En un rapto de mal humor he rasgado dos
actos de mi drama. En otro rapto de mal humor, hice trizas el vestido que debía
ponerme esta noche... no será extraño, que en otro me arroje por el balcón...
Adiós, ten compasión de una mujer que pudo ser algo en el mundo y que ya es
nada. Ámame o mátame... no hay para mí otra alternativa. ¡Tantos días sin
verte...! ¿Tienes de hielo el corazón?... ¿Qué significa esto? ¿Te pesa ya mi
amor? Acaso te pese, pero no tanto como a mí la vida..."
Tula desea
compartir con Él—así, con mayúsculas, como si se tratara de Dios, le
llama—todo: sus más íntimos pensamientos; su soledad; sus lecturas de
Chateaubriand, de Walter Scott, de Madame de Stäel; la germinación de su propia
obra... Todo, quizá, menos su propia cotidianeidad que, en un arranque de
independencia que la anticipa, como en tantas otras cosas, al futuro, y que,
tal vez, fue el principal motor de sus desgracias, desea reservarse para ella
sola.
A cambio, Ignacio, que llegaría a ser con el tiempo acaudalado
propietario y hasta diputado en Cortes y que, además es también, a su manera,
un hombre curioso y aventurero, le cuenta en sus cartas sus viajes por Europa
que le llevan desde el París de la Revolución de 1848 hasta Turquía y
Palestina, desde Berlín hasta Roma.
Paulatinamente, el tiempo y la distancia van consiguiendo lo que no
consigue el empeño, cuando del amor de un hombre y una mujer se trata: que la
pasión inicial se vaya trocando en fraternal amistad.
"No existe lazo ya: todo está roto;
plúgole al cielo así, ¡bendito sea!
Amargo cáliz con placer agoto.
Mi alma reposa al fin: nada desea...
De graves faltas vengador terrible,
dócil llenaste tu misión, ¿lo ignoras?
No era tuyo el poder que, irresistible,
Postró ante ti mis fuerzas vencedoras...
Cayó tu cetro, se embotó tu espada
Mas, ¡ay!, cuán triste libertad respiro
Hice un mundo de ti, que hoy se anonada
Y en honda y vasta soledad me miro.
¡Vive dichoso tú! Si en algún día
ves este adiós que te dirijo eterno,
sabe que aún tienes en el alma mía
generoso perdón, cariño tierno"
LOS AÑOS DE MADRID: EL DOLOR Y LA GLORIA
A partir de 1840, encontramos a Tula en Madrid. Presentada en el Liceo
Artístico de la capital, en donde lee con gran éxito sus poemas, la Avellaneda,
como empieza a ser conocida en los cenáculos artísticos madrileños, se codea ya
con los grandes de la época. Quintana, Espronceda, Zorrilla, Gallego... se
cuentan entre sus amistades literarias. Otras figuras, de la talla de Valera,
Alarcón, Menéndez y Pelayo, como veremos luego, elogian la fuerza y el desgarro
de los poemas, obras teatrales y novelas que van apareciendo de la antillana, que se encuentra en la plenitud de
sus facultades como mujer y como escritora.
Su desbordante actividad, tal vez para olvidar sus penas amorosas, la
hace colaborar en periódicos y revistas, al tiempo que su ingenio y cultura
brillan en los más selectos salones y tertulias de la capital. Hasta tal punto
su independencia y dinamismo admira a sus coetáneos que hace proferir a Bretón
de los Herreros un comentario que hoy tendríamos por machista, pero que
entonces era todo un homenaje a su genio: "¡Es mucho hombre esta mujer!".
Pero, de nuevo, la desgracia acecha en forma de trampa amorosa. En
1844, año de la publicación de su novela "Espantolino" y del estreno de su
drama "Alfonso Munio" conoce al joven diplomático y prometedor poeta, también sevillano, aunque
residente en la Corte, Gabriel García Tassara.
El amor contrariado y platónico de su anterior relación con Cepeda se
toma ahora la revancha en la forma de un huracán de pasión que envuelve a la
escritora y a su nuevo amante.
Fruto de esa pasión desbordada, Gertrudis queda embarazada, con el
oprobio que eso significaba para una dama célibe de la época, y en 1845 da a
luz a su hija Brenhilde, la cual enferma y fallece a los pocos meses de vida,
sin que Tassara, que, con el tiempo llegaría a ser embajador de España en
Washington, se digne reconocerla, y ni siquiera acceda a verla, pese a los
insistentes y desgarradores ruegos de la poetisa.
"Tassara: Aun vuelvo a escribir a usted y,
lo que es más, estoy resuelta, si usted desatiende mi carta, a buscarle por
todas partes y a decir a gritos dondequiera que lo encuentre lo que voy a
manifestarle por escrito. Mi Brenhilde, mi hija, se está muriendo..."
Cansada de dar tumbos por la vida, Gertrudis busca la estabilidad en el
matrimonio. En 1846 contrae matrimonio con Don Pedro Sabater, Gobernador Civil
de Madrid, con tan mala fortuna que su esposo fallece tres meses después de la
boda.
Tula se retira unos meses a un convento de Burdeos y allí su pluma
abandona el aire mundano y se eleva hacia el misticismo.
¡Tú eres,
Señor, amor y poesía!
¡Tú eres
la dicha, la verdad, la gloria!
¡Todo es,
mirado en ti, luz y armonía!
¡Todo es,
fuera de ti, sombra y escoria!
Regresa a Madrid en donde es recibida en olor de triunfo, tanto que
algunos de sus influyentes amigos la postulan, en 1853, para ocupar el sillón
de la Real Academia vacante tras el fallecimiento de Juan Nicasio Gallego.
Pero, pese a su fama, la Academia le cierra las puertas con el único argumento
de que es una institución que no admite mujeres entre sus miembros.
En 1855 vuelve a probar suerte con el matrimonio. El afortunado, en
esta ocasión, es Don Domingo Verdugo, coronel de artillería y diputado a
Cortes, tan influyente en Palacio, que los propios reyes son los padrinos de
boda.
Gertrudis parece encontrar junto a su esposo el sosiego y la felicidad
que la vida, hasta entonces, le había negado. En 1858, vuelve a triunfar en los
escenarios con el estreno de su drama "Baltasar", pero, paradójicamente, como
si de un misterioso ciclo se tratara, este éxito va a constituir, de nuevo, el
origen de su desgracia.
Verdugo, a consecuencia de un altercado con un gacetillero, que había
reventado la representación teatral, es herido gravemente. Gertrudis acude a
Isabel II a implorar justicia y castigo para el agresor de su marido. Cuando
éste se restablece, la reina, en compensación, le nombra Gobernador de la isla
de Cuba.
El regreso de Tula a su tierra de origen es apoteósico. Allí es
recibida con todos los honores y se rodea de los más prometedores autores
líricos de la isla, como Luisa Pérez de Zambrana o Gabriel de la Concepción
Valdés, para los que funda una revista llamada "Álbum cubano de lo bueno y lo
bello".
En 1863, su esposo recae en su dolencia y fallece dejándola otra vez
sola en el mundo.
Gertrudis, prematuramente envejecida por los sinsabores de la vida,
trata de combatir la melancolía viajando. En 1864 la encontramos en los Estados
Unidos y en 1865 regresa definitivamente a la península, a Sevilla,
concretamente, donde su inspiración poética toma, otra vez, un sesgo religioso.
Allí escribe el libro "Semana Santa" que, según algunos críticos, "es el mejor
libro de devoción que han producido la piedad y la musa castellana".
Gertrudis Gómez de Avellaneda pasó sus últimos años en Madrid, en donde
falleció el 1 de febrero de 1873, a la edad de 59 años. Dejó escrito en su
testamento su deseo de reposar en Sevilla, ciudad a la que tanto había querido,
no demasiado lejos del lugar en que, pasado el tiempo, habrían de reposar los
restos de su gran amor: Ignacio de Cepeda.
EPÍLOGO
Menéndez y Pelayo escribió que la Avellaneda, "aunque sea honra
imperecedera de América por su origen, pertenece enteramente a Europa por su
educación y desarrollo y ocupa en justicia uno de los primeros lugares del
Parnaso español de la era romántica".
Don Juan Valera, por su parte, aseguraba de una forma, tal vez un poco
exagerada pero que demostraba hasta que punto gozaba de su consideración, que,
en el terreno lírico, "no tiene ni tuvo nunca rival en España y sería menester,
fuera de España, retroceder hasta la edad más gloriosa de Grecia, para hallarle
rivales en Safo y en Corina..."
Ramón Gómez de la Serna, por último,
dejó dicho que "la divina Tula dio sentido y emoción al romanticismo
español, encendiendo su antorcha teatral en aquellos días de entusiasmo y
candor..."
A medida que el paso del tiempo ha ido poniendo las cosas en su lugar,
aparte de sus méritos estrictamente literarios, la figura de Gertrudis Gómez de
Avellaneda ha ido cobrando otros matices que, para muchos, sobre todo en Cuba y
otros países americanos, donde es mucho más conocida que en España, la
convierten casi en un símbolo de modernidad adelantada a su tiempo.
Y es que, en su obra, Tula no se limitó a celebrar la pasión amorosa en
el tono algo engolado y altisonante de la poesía de la época, sino que defendió
ideas muy osadas y avanzadas para el ambiente conservador que reinaba en España
a mediados del siglo XIX. Así, su novela "Sab"(1841) es la primera novela
antiesclavista publicada en lengua española; otra de sus novelas, "Guatimozín,
último emperador de México"(1846), nos da una versión "indigenista"de
la conquista española en una época en la que imperaba una visión unívoca sobre esa cuestión. La
Avellaneda aportó, además, a la novela española y europea del XIX el ambiente
caribeño, bastante desconocido entonces en estas tierras y tenido por exótico,
así como un tono melancólico y lánguido que posteriores autores antillanos nos
harían a los europeos mucho más familiar.
En el terreno teatral, intentó fundir la tragedia clásica con el drama
romántico pero sin caer en los excesos de éste, como en los dramas operísticos
"Saúl" (1849) o "Baltasar" (1858), considerada la mejor de sus obras por el
retrato psicológico de los personajes, en la que aborda también el tema de la
liberación, esta vez desde la perspectiva de los pueblos oprimidos.
También esta gran figura de las letras cubanas y españolas abogó en su
obra, y dio testimonio de ello con su propia vida, por la libertad e independencia
de la mujer. Por eso hay autores que también la consideran precursora del
feminismo.
En definitiva, que allá donde hubiese una causa perdida, allá que
estaba el corazón valiente y generoso de Tula dispuesta a defenderla como si de
un Quijote femenino se tratara, en lucha constante contra gigantescos molinos
de viento que sobrepasaban con mucho sus escasas fuerzas.
*Después
de haber sido escrita esta semblanza, el Ayuntamiento de Sevilla nombró a una de las calles de dicha ciudad, con el
nombre de Gertrudis Gómez de Avellaneda.
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