La visita de Doña Gertrudis
Guillermo Arango
La postura llena de seguridad del retrato parece real, nada excesivo en aquel óleo al aplicárselo a aquella mujer, según se sabe, decidida y audaz. Esta es la imagen de Gertrudis Gómez de Avellaneda, según la pintó Federico Madrazo en 1857, y que ha pasado a ser uno de los mejores exponentes de la escuela española del siglo XIX. Es una imagen sin una brizna de ansiedad en el aire, inmóvil, silenciosa. El rostro firme, inquisitivo, contemplándonos desde la quietud de unos ojos de pupilas negras, y la serenidad de sus bellas manos relajadas sobre el regazo, largas y blancas, contrastando con el espléndido traje negro. En la mano izquierda luce una bella sortija. El brazo derecho desnudo con manillas y pulseras, y un pañuelo blanco de encaje finísimo entre los dedos; el izquierdo cubierto por un mantón de raso marrón, pero dejando ver en la muñeca una reluciente piedra montada en un elegante brazalete. El cabello negrísimo liso partido en la cúspide, adornado en bucles a los dos lados con cintas y lazos. Un collar doble adorna el cuello y largos pendientes, mientras los hombros van al descubierto. El generoso escote acentúa la blancura de la piel, todo señal de una mujer distinguida, algo matronal, no del todo bella, pero segura de sí misma.
Ese es el retrato que ha quedado para la posteridad, para que la recordemos posando serenamente, fríamente, sin la menor inquietud, abstraída y algo lejana, como si en la madurez un nuevo aflujo de belleza la solivia y enaltece.
Y tres años más tarde, el 12 de abril de 1860, no podemos menos que pensar en aquella imagen de la insigne poetisa al inaugurar en Cienfuegos el teatro que llevaba su nombre, construido en la esquina del Paseo Vives —hoy Prado—, y la calle Argüelles, a través de los esfuerzos de don Luís Martínez Casado, un apasionado admirador del Arte Escénico, quien desde años antes había abrazado con gran entusiasmo el proyecto, recabando la confianza y la ayuda de amigos y hombres de empresa.
Ha venido a Cuba, a Cienfuegos, no como la famosa doña Gertrudis Gómez de Avellaneda, sino como la “Señora del Coronel Verdugo”, quien ha sido nombrado por el General Francisco Serrado —Capitán General de Cuba y gran amigo del Coronel—, para sustituir al Coronel Rubio y ocupar la Tenencia del Gobierno de la ciudad. Aunque lo más granado de las familias de la Villa se disputaban el honor de agasajar en sus casas a la ilustre escritora, no obstante se le ocurre que ella sólo puede pertenecer en esa sociedad, no como la poetisa cargada de laureles sino como una consorte, una señora a quien llaman “de Verdugo”.
La inauguración revistió caracteres de excepcional importancia en las crónicas de la cultura del pueblo de Cienfuegos. El pequeño teatro fue adornado con flores y guirnaldas, y un retrato de la poetisa ocupó un lugar preeminente. Aquella noche el recinto entero desbordaba con un público vestido con sus mejores galas. La atención general y las miradas de cuantos estuvieron allí, las atraía la figura de aquella mujer con un elegante traje negro bordado en canutillo, ya entrada en años pero majestuosa de porte, de frente alta y espaciosa, acompañada de su marido, el Coronel de Artillería Domingo Verdugo y Massieu, que lucía impecablemente una levita negra, con una bella corbata a la rusa, y terciada en su pecho la faja multicolor de su jerarquía. Cuando ocuparon el alto sitial que se les había reservado, y desde donde aquella mujer paseó sobre los espectadores sus ojos llenos de agradecimiento, después de hacer un gesto de anuencia con la mano el público puesto en pie, rompió en una ovación larga y tumultuosa, fehaciente testimonio de admiración y el orgullo que su nombre inspiraba a los hijos de aquella tierra.
La obra representada por un conjunto de actores locales fue Alfonso Munio, que en su estreno de Madrid en 1844, había sido un acontecimiento artístico y social, colocando el nombre de la Avellaneda a la cabeza de los autores dramáticos de la época. No se recordaba haber visto en los escenarios cienfuegueros una función de tan alto calibre escénico, tal vez desde 1840, cuando tuvo lugar la inauguración del Teatro Isabel II, primer teatro de la Villa. Los trajes, la escenografía, la interpretación, todo fue una puesta en escena que satisfizo con creces al público cienfueguero, y de lo que don Luís Martínez Casado fue parcialmente responsable. Una vez concluida la representación, aquel público, delirante de entusiasmo, llamó al proscenio a la autora y llovieron ramos de flores y coronas, mientras no cesaban los aplausos y los “bravos”. La postura firme, el porte distinguido, la ardiente vida mental de la mirada, parece que empujan a doña Gertrudis, triunfante y admirable, bajo el clamor enardecido de la muchedumbre.
-Os agradezco la indulgencia con que habéis acogido mi primogénito coturno, ya que con vuestras efusivas manifestaciones habéis superado con mucho mi ambición más alta --prorrumpe, con una excitación bienhechora en la voz, capaz y resuelta-. Me colma de gozo que mis personajes os hayan seducido con su hechizo, que es el perfume de mi alma. Gracias os doy igualmente por la cálida y entusiasta acogida que nos habéis brindado al Coronel Verdugo y a esta servidora. Con todos vuestro agasajos, y con esta lucida velada habéis colmado mi afán, y por primera vez me faltan palabras para expresaros la alegría y la emoción que siente mi corazón al estar entre vosotros, mis paisanos. Gracias.
No dijo más. Y tal vez aquella mujer, algo tímida y agitada, al recibir el elocuente aplauso de sus conterráneos, sintió nostálgica tristeza por aquel otro público que muchos años antes, en Madrid, la había consagrado con efusivas ovaciones al oír aquellos versos de un vigor y una belleza plástica inconfundibles. La que tantos años atrás salió de la tierra que la vio nacer siendo la airosa Tula, una joven camagüeyana hermosa e inteligente, había regresado convertida en una mujer famosa y respetada. No sólo había triunfado en España, sino que estaba recibiendo ahora el aplauso de los suyos, de su público.
La llegada de los señores Verdugo fue aguardada en Cienfuegos con enorme expectación. Una concurrencia numerosísima -compuesta de cuanto encerraba la Villa de más notable y distinguido, los habían ido a esperar al Muelle Real, ya que la línea ferroviaria sólo llegaba hasta Santa Clara y de allí no había acceso al resto de la isla. El matrimonio se alojó en un amplio casón colonial enfrente de la Plaza de Armas, en la esquina de las calles Santa Isabel y San Fernando, que había sido propiedad de don Luís DeClouet, fundador de la Villa.
Buscando siempre climas templados que no perjudicasen la salud de su marido, uno de los motivos del viaje a Cuba venía a ser la solución de un problema urgentísimo: el restablecimiento corporal del Coronel Verdugo, el que años antes había sido víctima de un cruel atentado, recibiendo una herida gravísima que le afectó un pulmón.
Aunque Verdugo no mejoraba gran cosa de sus males y la Avellaneda tampoco se acostumbraba fácilmente al clima tropical, ninguno de los dos daba importancia a su decadencia física, siendo como eran personas resueltas, inclinadas a los solaces del espíritu y estimuladas por la mutua e íntima compañía. El amor entre ellos había cuajado en un sentimiento maduro y jovial, sin antagonismo, que se volvió más intenso con el transcurso del tiempo.
Así, poco a poco, la vida de la pareja se fue normalizando en la monótona paz de la Villa. Se levantaba temprano y desayunaba lo acostumbrado: sardinas, pan con aceite y café con leche. Después, Verdugo iba a su despacho a dar audiencia y disponer de los asuntos de la Tenencia. Tula pasa de lleno a los quehaceres de la casa, dando instrucciones a los sirvientes y cuidando con su propia mano ciertos detalles: unas flores bien puestas, un mueble en su sitio, los cojines del sofá recostados con elegancia y que hacían parecer mejor la sencillez de la sala. Recordaba su juventud en Puerto Príncipe y los años que pasó en Sevilla, ciudades cálidas, y tuvo que volver a acostumbrarse a casas con estancias de espacios abiertos, muy distinto a la intimidad de los interiores de los salones madrileños, herméticamente cerrados, caldeados por estufas o braseros, donde solían regodearse en butacas y muebles acolchonados, todos ellos labor de tapicería.
Por las tardes se acostumbraba a pasear a la caída del sol que era cuando se animaba el tránsito por la Plaza de Armas. A diferencia de España, era costumbre cenar temprano, y por las noches se iba al teatro si había función o a alguna tertulia o sarao. Es de imaginar que la Avellaneda, famosa e inteligente, que había ganado un honroso lugar entre las letras españolas, era requerida con entusiasmo en los hogares cienfuegueros, así como festejada en las calles por los elogios de cuantos la reconocen. Ya que las familias acomodadas de la época eran aficionadas a la música, y las reuniones se organizaban a base de veladas literario-musicales, los señores Verdugo eran continuamente invitados a participar.
En muchas ocasiones la pareja sale a pasear por la Plaza de Armas, en otras llegan hasta en Muelle Real. Ella apoyada en Verdugo. Aun está el paisaje caliente de los últimos rayos del sol, y doña Gertrudis pierde la mirada muy lejos, más allá del crepúsculo, sin saber lo que busca. El astro esquivo no la espera y se hunde como una hostia brillante. Es entonces un débil girasol que no alcanza a mirar su lucero. Y suspira. La lastima, tal vez, la imagen de la madre muerta recientemente en España, cuando el matrimonio acababa de llegar a Cuba; o acaso fija el ascua de su pensamiento en una meditación mucho más triste y más lejana, María, aquella hija que tan sólo vivió seis meses; o quizá su recuerdo se remonte a sus años juveniles en el distante Puerto Príncipe.
-¿Qué tienes, Tula? —le pregunta él.
-Nada, Domingo.
Verdugo le oprime cariñoso el brazo y añade unas palabras sonrientes, dulces, en las cuales vibran las ternuras sofocadas que le acostumbra decir. Sienten una suave asfixia bajo el celaje tibio y azul del verano; un afán de andar y conocer que los lleva por todas partes. Y mientras los dos caminan juntos, en esta ciudad blanca junto al mar Caribe, que los ha acogido como hijos propios, el crepúsculo se tamiza en la pereza del espacio y llega del mar un ardiente soplo del viento, agitándose las ramas de los cercanos laureles en un adiós a la tarde. Son estos para ellos los minutos más dichosos del día, como si se abriera una rotura en el cielo para entrar en posesión de la gloria.
A mediados de julio le llega al Coronel Verdugo la orden de traslado a la ciudad de Cárdenas, a desempeñar el mismo puesto que ha ocupado en Cienfuegos por seis meses escasos. En un principio se había sentido un poco atrofiado bajo el peso de nuevas responsabilidades pero finalmente lo ganó el hechizo de la ciudad, su gracia fuerte, descubriendo en su diario quehacer un propósito de genuina fidelidad que lo llegó a conmover.
Y no tardó el día en que la pareja se despide de la ciudad: encuentran muy blancos los muros de las casas aquella diáfana mañana de agosto, y muy lleno de recuerdos del volumen de su corazón. Por un momento los ojos de Doña Gertrudis relucen con misteriosa brillantez .Tiene la sensación de que ha dejado algo suyo en la Villa, algo de sus potencias, y no se explica en que parcelas interiores del sentimiento ha brotado esta rareza, este absurdo. No obstante, le embriaga un optimismo dulce, un extraño deleite que la impulsa a sonreír con ojos llenos de estupor y belleza.
Verdugo la contempla mientras le besa la mano, y sabe que hay algo en aquel rostro de enigma y de prodigio a la vez. Y como si ese extraño estado fuera un augurio, la apariencia de algo incógnito y eterno, imposible de comprender ese mismo día tórrido de agosto, viene al mundo en Cienfuegos Luisa Martínez Casado, que llegará a ser insigne primera dama del teatro español en las últimas décadas del siglo XIX.
Guillermo Arango
labibijagua@yahoo.com
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