​​ELOGIOS A LA NADA 



​PUEDE QUE ESTEMOS PAGANDO, con una larga cadena de equívocos, que dura ya más de un siglo y pareciera no tener fin, el equívoco genésico que sembrara José Martí, como una banderilla en el lomo de la poesía cubana. Escribía el maestro en el prólogo al libro Los poetas de la guerra(1): “Su literatura no estaba en lo que escribían, sino en lo que hacían.” Nos pone el poeta frente a los ojos el argumento que hemos de usar para negarle razones, reafirmándose en él con todo el peso de su prosa enorme. Ya en unas líneas anteriores se había referido a estos versos, escritos “en los días en que los hombres firmaban las redondillas con su sangre", haciendo ridículo énfasis en una imagen del arsenal simbólico romántico; para por fin aceptar que “rimaban mal a veces” e inmediatamente descalificar a todo el que así los viese argumentando que “sólo pedantes y bribones se lo echarán en cara: porque morían bien.”

¿Quien recuerda o lee hoy a “Miguel Jerónimo Gutiérrez y Antonio Hurtado del Valle, y José Joaquín Palma y Luis Victoriano Betancourt, y Antenor Lezcano y Francisco la Rua, y Ramón Roa", como no sea un estudioso, o alguien curioso por constatar cuán mal rimaban (escribían) realmente? ¿Cuántos que no “murieron bien”, en el decir de Martí, son hoy lectura obligada? Juan Clemente Zenea, sobre quien pende la duda de la traición, que ni siquiera Cintio Vitier pudo borrar en su afán de rescatarlo para el panteón de los héroes(2), es un ejemplo de la inutilidad de los argumentos extraliterarios a la hora de sustentar el merecimiento de los simbólicos laureles.

No hay que olvidar los falaces ataques desde Lunes de Revolución a los autores de Orígenes, en que se disfrazaba de "lógico conflicto generacional" una crítica encausada en parámetros extraliterarios y se justificaba el resentimiento, la devaluación artera, mezquina y la falta de obra y talento para hacerla (como demostraría el tiempo en muchos casos), escudándose en “el interés público". Tal es el caso de Baragaño, que se suicida poéticamente, ahogado en el lodazal de la retórica revolucionaria, o del olvidable César Leante, que exhibiendo una precariedad multifacética afirmara: “Muchos de nosotros no tendremos una obra, es verdad. Pero, ciertamente, la que poseen la generación de Orígenes está a distancias estelares de ser modelo para otras generaciones."(3)

La lista sería larga, de casos similares en que se pretende ir a buscar fuera los que no se encuentra dentro, pero en tal trance, resulta insoslayable la habilidosa salida de Roberto Fernández Retamar en el prólogo a Desde mi altura, de Antonio Guerrero , el “héroe poeta", juzgado, hallado culpable y condenado en el 2001 a prisión perpetua por espionaje en los Estados Unidos. Escribe Retamar, con evidente intención de no meterse en aguas muy profundas y eludiendo comprometer opinión propia en causa de tan poco valor, “…me vinieron de inmediato al recuerdo: "Los poetas de la guerra"(…), que prologó José Martí…", y siguiendo la pauta martiana, útil en grado sumo, cede una vez más a la tentación de descalificar, como Martí, a quien pudiese juzgar su dejadez de la lealtad a la literatura para privilegiar intereses subalternos.

Pero no sólo se abona el cardo desde el poder, se trenzan muérdagos por laureles en los rincones de la iniquidad personal cada día, cada hora. La historia de la literatura cubana está llena de elogios de la pequeñez, de la intrascendencia, de la falta de talento agazapada detrás de la «ausencia de pretensiones», de «la libertad de expresión», o de ser «sencillo» o «auténtico». Según este proceder, podría justificarse cualquier cosa. Podrían acuñarse argumentos ad hoc para reconocer dones líricos a un batracio, transfigurándolo, melena y espadín incluidos, en un docto príncipe renacentista. Ser un hombre entraña la grandeza (basta de falsas modestias rastreras) de reconocerse parte de una civilización que se levantó definitivamente de la tierra en que intercambian venenos las alimañas. Ser poeta puede incluir un grado más de responsabilidad, pues hacia él han de volverse los hombres, descreídos de dios, del poder, y de la existencia, en busca de una palabra, la primera o la última, no importa, que les aliente para no retroceder a la miseria en que sobreviven las bestias.



(1)Los poetas de la guerra. Prólogo de José Martí. Nueva York, Patria, 1893.
(2)Cintio Vitier, Rescate de Zenea. Ediciones Unión 1987
(3)Duanel Diaz, Los límites del origenismo. Editorial Colibrí 2005, página 193.

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Heriberto Hernández Medina
​(Especial para La Peregrina Magazine)


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