Tuve el raro privilegio de conocer a Elena Tamargo ya muy cerca de su partida. La conocía de oídas. Más que a su obra como escritora, poeta y periodista, la había oído mencionar por sus cualidades físicas, por su "buenura", como dirían los cubanos de mi generación, es decir, por su cuerpo espectacular.

Se mudó al studio de nuestra casa y trajo con ella muchas cosas, sus recuerdos, sus glorias pasadas, fotos que testimoniaban sus pasados encantos personales, su figura y presencia, sus amigos, su Nazim y lo que más espacio ocupaba, su poesía… fueron seis meses de verla todos los días, los cuales no olvidaré.

No es común tener de vecino a un ser tan especial como Elena Tamargo. Fue duro verla llegar ya deteriorada por la terrible enfermedad que la invadía, pero peor fue ver como avanzaba su estado calamitoso que al final irremediablemente se la llevó de nuestro lado.

Volvió a mi mente en esos días una melodía que escuchaba mucho en mi adolescencia, allá por los lejanos 60s en mi barrio de La Víbora, de esa gloria de Cuba que fue y es Ñico Membiela. Su voz y sus temas se oían en todas partes, en la radio, los tocadiscos y sobre todo en las vitrolas de bares y cantinas. El Leitmotiv de la canción era aquello de la belleza es ilusión que pasa, la belleza eterna está en el alma.

Nuestra Elena fue poseedora de las dos bellezas, la de su cuerpo que permanece en nuestros recuerdos y la otra, la eterna, la de su alma que todos llevamos en nuestros corazones.


Iván Cañas, Miami, Febrero del 2012



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