Miami, un paraíso
María Cristina Fernández
John Sewell llegó a Miami en marzo de 1896, un mes antes que el ferrocarril. Enviado por Flagler para desbrozar el terreno donde se construiría el Royal Palm, el hotel de madera más grande que existiera en su tiempo. Aún a bordo del Della y a punto de desembarcar, vio un pequeño caserío abocado a un río. “Eso es Miami”, le dijeron. “¿Pero, y la ciudad?” “Esa es toda la ciudad”. Con él venían doce negros fuertes, doce apóstoles del trabajo rudo, el que los blancos eludían. Pero John Sewell no se apocó y puso manos a la obra. Durante la homogenización del terreno encontraron un montículo molesto, justo donde se planeaba construir la veranda del hotel. Los futuros turistas, los “petimetres” cogerían el sol en las “rocking chairs”, complacidos de haber escapado al invierno del Norte. Miami sería un paraíso para ellos según le había dicho la señora Julia. El mar los proveería de alimentos frescos, los indios le darían el color local con sus exóticas plumas y dientes de cocodrilos prestos al canje. Ah, pero ese montículo de unos cien pies de altura había que extirparlo, y con él los altos árboles que lo coronaban. No importaba que fuera el punto de referencia de los marineros durante sus incursiones en la bahía. La sorpresa fue encontrar las tumbas en la cima. Sewell dispuso guardar los huesos en barriles y ponerlos en su caseta de herramientas. Pero luego los huesos se multiplicaron en más cráneos y esqueletos, resguardados por cuentas y utensilios indígenas. Llegado el momento de echar también abajo la caseta hubo que darle otro destino a lo exhumado. Sewell llamó a cuatro de sus negros. Ni una palabra de esto, les pidió. Cavaron un hueco de unos doce pies, vertieron el asunto, y lo rellenaron de arena. Encima se construiría una soberbia residencia, pero los dueños no supieron nunca lo que estaba en los cimientos y ya se sabe que ojos que no ven…. “Gracias a Dios -debe haber pensado Sewell, hombre religioso- que no tuve que darles muerte”. La hostilidad y las enfermedades de los blancos lo habían hecho antes. Luego de la invasión de la Habana por los ingleses y el canje de ésta por la Florida, los últimos tequestas pidieron ser embarcados hacia Cuba. Supongo que allá dejaron sus huesos pero no adivino qué pasó con ellos. Me gusta imaginar que pudieron mezclarse con los isleños, dejando en nuestra sangre un rastro reconocible de ese lugar llamado Miami, que está cruzando el mar, en la boca de un río, donde dicen que alguna vez estuvo el paraíso.
Photo: Old Tamiami Trail Arch, Miami, Internet Archives