Diario de Sudáfrica VI


Octubre 26, 1985, sábado - Varias semanas atrás: caminata al puerto de Durban atravesando algunos barrios de negros con Anna. En una calle, en un callejón, un grupo de negros bailando. La música, muy distinta de la que se conocía en Cuba. Le falta vitalidad. Le falta el golpe de tambores afrocubanos. La monotonía de notas y notas que se repiten vienen como de un lloriqueo de violín. En el baile, lento, y fuera de compás, no hay entrega, sino una dejadez, como si estuvieran a punto de dar el último bostezo antes de dormir. Cuando los transeúntes se paran a verlos bailar, en seguida viene alguno del grupo a "cobrar la entrada". El 12 de octubre, caminata al jardín botánico. Desde François Road tomamos Nicholson, que se convierte en Bulwer, en Cleaver, en Botanic Gardens Road. Allí aprendo que lo que llaman biscuits en Estados Unidos, aquí son scones y que lo que allá se conoce como dollar pancakes, aquí son crumpets. Más tarde, en la playa de Margate, descubriría que los pancakes de tamaño regular son los flapjacks, como ya había descubierto que los cookies son biscuits. De regreso del jardín botánico, otro camino, barrios de negros. En un terraplén, un grupo de negros bailando. Nos paramos a verlos. Vinieron en seguida a "cobrarnos la entrada". Nos dan un recibo estampado con el nombre de The Young Jackal Band y una dirección: Intuzuma F1864, P.O., Kwa Mashu, Durban. La tarde se hizo un poco soñolienta, como siguiendo la lentitud del baile. Me dieron deseos de bailar, de que bailáramos en aquella lentitud, de aceptar la invitación al baile que me llegó a través de una mirada. Pero no me moví de mi sitio de observadora, tal vez porque aquello era un baile-espectáculo más que un baile-baile o tal vez, por una de esas vacilaciones en las que se pesan cosas inútiles y terminamos perdiéndonos de una experiencia que tal vez no se nos volverá a presentar. No acudí al llamado de la invitación y me quedé con una melancolía profunda, añorando el placer de lo que hubiera sido mecernos entre gente del pueblo, en aquella música que nos regaló la tarde.

El domingo 13 de octubre, fui con Judy Coetzee, hermana de Ann Stone, una de las profesoras de Francés, a Karkloof, como a una hora de aquí, en carro. Fuimos a un jardín privado --Benvie Gardens--, donde hay una gran variedad de flores y árboles del mundo entero. Los dueños abren los jardines al público un par de veces al año. El mismo dueño nos guió (a un grupo de unas 30 personas), por los innumerables pasillos mientras nos señalaba cada árbol importante dándonos la historia completa del mismo: origen, desarrollo, edad, densidad reproductiva, cuántos hay en el área o en el mundo. Me informa Judy que vienen personas hasta del extranjero para asistir al recorrido encabezado por Mr. Benvie. El día frío, lluvioso, extraño. Me hizo caer en un especial estado de ensoñación durante el cual, la casa se convirtió en `manor', Mr Benvie, es un Lord inglés en el que convergían la reserva, lo remoto de una apacible, casi intocable dignidad, y la seguridad del que a través de los años, se ha hecho de una familiaridad con el jardín, que puede nombrar cada árbol por su nombre. La caminata dura tal vez dos horas. Mis pies, mal calzados en zapatos de lona, van reconociendo a cada paso, el frío y la humedad del terreno. Mi ropa de verano, me hace identificar también el frío húmedo en la piel, en la casi neblina del bosque. Sigue mi ensoñación. Me parece ver en aquel grupo de gentes con impermeables y sombreros de lluvia, a los asistentes de los entierros con que se inician algunas películas inglesas. Siempre me fascinaron estos comienzos de películas que se abrían con el rigor de la lluvia, rigor del luto, rigor de las últimas palabras sagradas, la solemnidad de la dispersión de los asistentes, la dignísima soledad del que iba a ser enterrado. Principios como éste equivalían siempre a la promesa de una película envolvente para el espectador. Saqué fotos de este grupo. Me intriga y me fascina su misterio.

Mireya Robles


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