Santiago
Nos conocíamos de la universidad. De aquellos años agitados, de esfuerzos multiplicados, de entregas, devociones, desencantos, humillaciones y finalmente de abrir los ojos y enterarnos. (Maravillosos, a pesar de todo, porque coincidieron con la juventud, y la inocencia). Creo recordar que nos conocimos durante el segundo año de la carrera. Cuando se supo que provenía de las aulas nocturnas —de los estudios dirigidos diseñados para obreros—, muchos entre nosotros encontraron una justificación para no tomarlo en serio, incluso para burlarse de él. A mí, sin embargo, el tipo me cayó bien enseguida. Su locuacidad emparentaba con la de cualquiera, pero se destacaba por un número de características propias. Tenía, naturalmente, el acento de los de su región —más bien esa cadencia al hablar que uno asocia, justificadamente o no, con los orientales—. (Cuando pasado el tiempo mi madre llegó a conocerlo, dijo que en efecto hablaba como uno de los Matamoros. Se refería al trío famoso, pero entonces yo no podía saber de quienes se trataba). Además, poseía, rasgo que le granjeó al cabo las simpatías de todos, el don único de saber infinidad de chistes y de contarlos como nadie.
Daba la impresión de que los inventaba él mismo, en medio de una sesión de estudios harto agotadora a la que en principio no se le invitaba, pero a la cual acabó haciéndose imprescindible hacerlo tanto por la eficacia y oportunidad de su humor como por la inteligencia de sus observaciones, y por la disciplina que, al margen de su aire festivo, desplegaba. Llegamos a hacernos buenos amigos, y seguimos siéndolo incluso después de que por una u otra causa acabamos perdiéndonos de vista. Ocurrió antes del fin de la carrera. Entonces dio inicio una correspondencia bastante sostenida que sólo mi salida vino a interrumpir abruptamente, al menos por un tiempo. Siempre había soñado con ser médico —me confesó alguna vez— cuando seguramente ya creía llegado el tiempo de algunas franquezas entre nosotros, y por eso, después de reiterados fracasos en sus intentos se había decidido por las aulas nocturnas una vez incorporado a la fuerza laboral. Todo su cálculo lo fiaba en que, una vez con el pie en el estribo —es decir, incorporado a la universidad— le sería más fácil cambiar de Facultad, como en efecto resultó mucho más tarde. Para ello se hacía imprescindible igualmente cambiar de empleo y pasar a trabajar en el Ministerio de Salud Pública, cosa que algún socio fuerte le facilitaría. Todo ello se me antojaba una ecuación demasiado engorrosa e intenté disuadirlo alguna vez de lo que consideraba una locura.
—¿Y qué ganarías siendo médico, Santiago?
Habíamos comenzado a llamarlo Santiago desde que se hizo evidente que era aquel lugar el mejor del mundo, y que para él no podía haber otro sobre la tierra, bien que La Habana era lo mejor que venía después. Tan persuadido estábamos de lo contrario, naturalmente, que aquel desplante del oriental nos parecía simpático.
—Es el sueño de toda mi vida, compay —dijo entonces—. ¡Y el sueño de mi difunto abuelo! Además, no hay saber que entorpezca la adquisición de nuevos conocimientos…
Se trataba de una concepción poco menos que renacentista del mundo, pero a mí que entonces lo desconocía, me pareció francamente desconcertante —una proposición descarriada— y como yo no recordaba haber tenido sueños de una índole semejante, realmente no comprendía que alguien quisiera de tal modo hacerse médico, o ingeniero, o lo que fuera, que estuviese dispuesto a complicarse de aquel modo con tal de lograrlo, o al menos, de acercarse a su cometido. Su actitud, no obstante, me hizo pensar. Me di cuenta de haber comenzado una carrera universitaria por inercia. Lo mismo que había cursado todos los demás grados desde la primaria al bachillerato, siendo incluso un magnífico estudiante de acumular sobresalientes en casi todas las asignaturas. Pues bien, éste era Santiago.
Todo esto me venía ahora a la memoria atropelladamente. Claro que lo recordaba —le respondí a mi hermano Felo, que indagaba—. ¿Cómo no recordarlo? ¿Quién en mi lugar iba a olvidarse de él? A pesar de los años transcurridos, y de la distancia física bien que me acordaba de él. ¿Cómo podía ser de otro modo? Suya, fue la primera carta que recibí después de mi salida, y otras hubo a través de los años.
—Pues ha estado a verte dos veces mientras estabas fuera. Dice, precisamente eso, que espera que te acuerdes de él.
—¿Se hizo médico?
—Hará cosa de un año o año y medio pudo al fin graduarse. Como parte del contingente de médicos de familia que se requerían con urgencia por orden de quien tú sabes. Parece ser que enganchó en el último vagón. Pero es un médico excelente.
—Eso se llama tenacidad. Merece sin dudas una felicitación y una medalla.
—Tenacidad o temeridad según se vea. El asunto es que dice que pasará otra vez por aquí. Que ojalá pueda verte antes de que regreses. Dice que son tantas las cosas que tienen para conversar que de cualquier modo no les alcanzará el tiempo.
No diré que a partir de entonces lo esperé, sino que más bien esperé por él. A que apareciera inesperadamente con su sonrisa intacta de dientes grades, blancos y parejos.
—Tú deberías olvidarte de la medicina y de todo lo demás, y hacerte actor de cine o de televisión —le decían a ratos algunas de las chicas del grupo que formábamos, en particular Hortensia, que gustaba de mostrarse siempre la más desinhibida de todos—. ¡Qué Sidney Poitier ni Sidney Poitier!
Pero ninguna le permitió albergar esperanzas en cuanto a otra cosa, si es que tal pretensión llegaba a pasar por su cabeza. Unas primero y otras después enseguida tuvieron novios que venían a buscarlas inesperadamente en medio de una sesión de estudios, como para hacer patente que allí, o en cualquier parte, nada había más importante ni significativo que aquella relación cuya exclusión se subrayaba con esa especie de secuestro consentido.
Todo esto me pasaba ahora por la cabeza mientras lo aguardaba. Me preguntaba asimismo, qué habría sido de aquellos otros de mis compañeros con quienes compartimos los años universitarios. Y de repente una tarde, cuando tal vez ya había dejado un poco de esperar por él se apareció de repente.
—Poco me reconocerás, si es que aún lo consigues… —dijo, mientras se acercaba, sonriente. Sonreía, sí, pero era la suya una sonrisa que para nada me evocaba la de antes. Apagada, como emboscada en sí misma, se aproximaba más a un rictus del que buscara deshacerse en mi presencia—. Tú, en cambio, estás igual… ¡Eres el mismo! No has cambiado en nada sino para mejor. ¡Más alto! ¡Mas distinguido! ¡Más sonrosado! ¡Con todos tus dientes intactos! Just look at you!
Después de un fuerte abrazo y de palmearnos mutua y afectuosamente las espaldas nos fuimos sentando poco a poco, hasta quedar el uno frente al otro.
—Tienes que contarme —dijimos casi al mismo tiempo; ensayamos a sonreír y volvimos a quedar en silencio, sin palabras que nos parecieran adecuadas, tal vez ni siquiera aproximadas para expresar nada, aquello que de repente constatábamos indefinible, vasto como un océano.
Mi madre se ofreció a hacernos café después de intercambiar un saludo afectuoso.
—Ni creas que el café me lo brindan porque estés tú aquí.
—Lo sé, hombre, y me alegra saber que se te trata lo mismo que si estuviera yo. No podría ser de otro modo —fanfarronee—. La vieja sabe muy bien cómo tratar a los amigos de verdad.
Sin esperar por el café dio comienzo nuestra plática. Duró mucho y fue haciéndose a trompicones, con retazos; sin que pudiéramos urdir un diseño coherente. Por espacio de tres horas y media —entre interrupciones inevitables, a veces causadas por alguno que llegaba o pasaba a saludar— intentamos un resumen que acercara nuevamente los ámbitos de nuestros dos mundos, tan escindidos. Era como erigir en una carrera contra reloj un puente impracticable entre dos orillas muy distantes una de otra. Quedamos en volver a vernos.
Algunas impresiones más que otras, de ese re-encuentro, quedaron dándome vueltas en la cabeza después que él se marchara, sin que acertara a discernir del todo de qué se trataba, o tal vez negándome a aceptarlas como resoluciones ineludibles; hechos sin discusión ni más trámite. Recordaba su reacción cuando, después de saludarnos, me dirigí a él empleando el nombre por el que recordaba haberlo llamado siempre. Su renuencia me había desconcertado, añadiéndose al desasosiego que su mera apariencia me había causado, y apenas si conseguía disimular:
—Aquí ya no queda nadie que me conozca por ese nombre. ¡Santiago se murió hace ya tiempo! Y lo enterré yo solo sin penas ni glorias. ¡Muerto y enterrado! Hoy aquí, eso es incluso peor que… Lo del color no tiene remedio, pero por suerte uno siempre puede mentir respecto a lo otro. Yo, juro haber nacido en Guanabacoa, que es casi otra desgracia. Es casi como si no mintiera. Tú sabes que allí he vivido la mayor parte de mi vida. En cuanto a ese lugar de cuyo nombre no quiero ni acordarme, ya casi no voy nunca. Nada más que para ver a la vieja alguna vez y llevarle algo de dinero o lo que se pueda.
Por la conversación me enteré que había muerto su padre, hacía varios años. Para mi asombro, del paradero o rumbo que habían tomado otros del grupo parecía saberlo casi todo. Santiago, o mejor, Melchor, como ahora se hacía llamar por su nombre de pila, se las había arreglado para mantener con muchos de ellos una relación epistolar que era un hecho más desconcertante, si se tiene en cuenta no sólo las dificultades para escribir una carta, literalmente hablando, en medio de la escasez de todo, sino porque la mayoría de aquellos compañeros nuestros de la universidad, nunca habían sentido por él, según yo creía recordar, una simpatía o estimación que deviniera luego en verdadera amistad, como la que sí nos uniera a nosotros. Además, por entre las fluctuaciones de nuestra correspondencia a lo largo de los años que habían pasado desde mi salida, se había mantenido contra toda posibilidad una cierta línea de continuidad, pero no recordaba ahora alusiones o referencia alguna a aquellos de quienes me hablara como si en verdad pudieran interesarme los hechos de sus vidas presentes. Comprendí, no obstante, que se trataba de un recurso de su parte para atar cabos sueltos que pudieran rehacer experiencias comunes a las que se aferraba, precisamente porque no contaba con otras a las que echar mano. Tal vez no fuera hasta que dijo aquello, como si se confesara, en un momento cualquiera de la conversación constantemente interrumpida por los que llegaban o pasaban a saludar, y ya se quedaban más de lo debido, a pesar de no ser allí esenciales, que me di cuenta de esta posibilidad.
—Si en vez de quedarme aquí comiendo mierda, me hubiera lanzado como tú, cuando lo del Mariel, o después… ahora no estaría aquí, hecho una ruina, como me ves. A lo mejor nos hubiéramos encontrado un millón de veces allá afuera. O a lo mejor no, pero entonces no tendrías tanto que contarme, ni yo tendría nada que contarte de esto, que no es ni para contar siquiera. Porque yo, personalmente, no soy de anécdotas… Claro que las hay. Debe de haberlas… Pero yo no soy de anécdotas. La vida me sucede de otro modo, o ha transcurrido para mí como un no suceder penosísimo entre anécdotas. Ya ni para contar chistes me presto. Poco a poco se me fue acabando eso también. Aquí la gente lo tira todo a chota, para ir sobreviviendo. A mí los chistes me venían con facilidad, ¿te acuerdas? cuando la vida todavía me parecía chistosa, divertida, hasta un poco ridícula a veces. Después vino la anagnórisis, y al reconocer que siempre habíamos estado inmersos en una tragedia incalificable y sin sentido, perdí también esa facultad. Un amigo, me dice que no comprendo el humor ése que se atribuye al absurdo. Será eso, que no puedo comprender. Y por más que intenta explicármelo como algún ejercicio intelectual …
Había llegado algún otro curioso, que dijo haberlo visto al pasar y necesitaba consultarle con urgencia alguna cosa, y Melchor no consiguió ya terminar aquello que buscaba decir con tanta vehemencia.
—Espéreme ahí en el consultorio, que enseguida voy para allá y lo atiendo.
Pensé que terminaría entonces lo que había comenzado a decir y parecía haberle tomado tiempo para sacarse de dentro, pero se marchó casi enseguida después de hablar con el sujeto, en pos de él.
—Tú y yo tenemos mucho tiempo por delante para hablar… —me dijo entonces, poniéndose de pie y despidiéndose con un abrazo.
Los días pasaron, a veces muy largos y agónicos como si no pasaran, y otras veces con un ritmo frenético de vértigo. No volvimos a vernos, por más que le hice llegar aviso con mi hermano Felo de que partiría en unos días. Me quedé esperándolo porque había prometido volver, y porque a través de mi madre me había hecho llegar palabra de que pasaría por la casa el día antes de mi partida con una carta que deseaba hacerle llegar a través mío a un tío o pariente suyo que también residía en el extranjero.
Me marché sin haberlo visto, aunque esperaba que volviera a aparecer en cualquier instante.
De regreso, pensé en escribirle. Aguardé unos días, un tiempo, a reponerme del viaje, del efecto desastroso de todo. Esperaba tal vez una carta suya, cuando llegaron noticias de mi madre. En general, no parecía hablarme de él, únicamente la noticia de aquello que había pasado, la pérdida que significaba para todos, lo triste que sería para mí enterarme así de lo sucedido, y el resto cosas al parecer ajenas al hecho de su muerte. Corrían toda clase de especulaciones. Lo habían hallado muerto a los dos días después de mi partida dentro del consultorio donde trabajaba. Se hablaba de ladrones en busca de recetarios, o cualquier cosa que pudiera resultarles de provecho; de alguna relación sexual clandestina; de un suicidio, de una pasión equívoca que nadie le conociera nunca; de que tal vez se hubiera unido a algún grupo disidente. La carta toda resonaba con su muerte, a pesar de lo que en ella dijera mi madre, a quien no podía ocultársele seguramente el efecto que la noticia tendría sobre mí. Unas palabras, entre otras muchas que me dijera en algún momento de nuestra conversación Santiago, quiero decir, Melchor, seguían martillándome en las sienes al terminar por segunda vez la lectura de la carta:
—Ustedes los vivos, vienen de todas partes aquí, al cementerio, a ponernos flores a los muertos y a recordarnos eso, que estamos todos muertos. ¡No es que quieran recordárnoslo ni nada! Ustedes cumplen, como vivos, con el deber de recordarnos, y nosotros, al comparar nos damos cuenta entonces de lo que debe ser evidente, aunque no todos, no vayas a creer. Hay muertos empecinados en creerse vivos, que no paran de joder. Y están las ánimas del Purgatorio y todas ésas: el Ánima Sola y no sé qué… Todo lo que un muerto necesita para enterarse de verdad, es toparse con un vivo que se lo haga saber con su presencia. Entonces, ya sí que no tiene más excusas de que echar mano para no morder el polvo.
No puedo menos que pensar que se trataba del modo más sutil o distinguido que tuvo, para anunciarme su muerte, cuando a lo mejor él mismo no era consciente todavía de semejante determinación o lo que fuera.
(………)
Rolando Morelli
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