Visa
poética para Chihuahua
Teresa
Dovalpage
Para Carmen Julia Holguín Chaparro
Ay Chihuahua decía ayer por teléfono Carmen
Julia, mi amiga mexicana. Ay Chihuahua, repito yo como en un rezo y la imagen
de la ciudad se adueña sin permiso de la mitad de mi ilusión. La otra mitad la
ocupa una esperanza que apenas me atrevo a nombrar, por miedo a que se
desvanezca: Dios, que me den la visa. Que yo pueda, por milagro, pura suerte o
esoterismo, llegar a conocer Chihuahua.
¿Cómo será una visa para México? ¿Un
documento en pergamino blanco y rojiverde, igual que su bandera? ¿O un sello
reluciente, estampado en mi humilde pasaporte cubano? Lo que sea, bienvenido.
Una visa, Yemayá, es todo lo que yo te pido. Una visa para Chihuahua.
Al principio me imaginaba la ciudad como un
pueblito de juguete donde miles de perros diminutos corrían unos detrás de
otros mordiéndose las colas. Pero Carmen Julia me aseguró que no había en
Chihuahuas más perros con tal nombre que en cualquier otra parte de la
república mexicana y yo enrojecí, avergonzada de mis utopías caninas y de mi
ignorancia insular.
A partir de sus descripciones empecé a
imaginarme otra Chihuahua histórica y quizá más turística que la de mis
primeras fantasías. Ya me veía visitando el calabozo del cura Hidalgo y
admirando la catedral de piedra rosa. ¿Se parecerá a la nuestra, la de la
Habana Vieja? Tras de mí caminaban las sombras de los tarahumaras, dándose
tragos de tesgüino. Sentía el corrido repiqueteándome en los oídos,
qué bonita es Chihuahua. Vagaba por las
callejuelas el fantasma de Villa con su cabeza puesta a precio. Dichoso Villa,
que si fuera aquí en Cuba y por dólares lo hubieran atrapado antes. Por cien
mil pápiros le rompen el lomo a cualquiera en esta Habana siglo veintiunera.
Carmen Julia me ha asegurado en sus dos
últimas llamadas que no habrá contratiempos, que me darán la visa sin
problemas. Se trata de un encuentro cultural, de algo reconocido
a todos los niveles, aquí, allá y
acullá. Pero, por desconfiada, he traído conmigo, junto al amuleto de Yemayá
(un caracol de la playa de Varadero atado con cintita azul), la carta de
invitación de ese grupo de poetas chihuahuenses que tan amablemente me invita a
su simposio.
Vaya, me invita de palabra porque el pasaje,
si no es por Carmen Julia, hubiera tenido que sacármelo del trasero. No hay
manera de hacerles entender a los extranjeros que aquí el peso no está
devaluado, como en México. No señor, está invaluado, no sirve para nada, es el
anti-dinero. Para las cosas importantes —como los viajes— o te buscas los
dólares o te aguantas los dolores.
Si no me mandas el pasaje, le dije a Carmen
Julia, tendré que ir en espíritu o hacer un viaje astral. No hubiera sido mala
idea, después de todo. El libro (no publicado aún) que voy a presentar se llama
Poemas de la otra dimensión. Entonces ella, cuata
angélica, aunque tampoco anda nadando en plata, echó mano a su tarjeta de
crédito y me compró el boleto, mágico ábrete-sésamo, o
ábrete-portezuela-del-avión. De modo que ya tengo una pata en México. Sólo me
hace falta la visa para tener las dos.
Por cierto, yo todavía no acabo de entender
qué es una tarjeta de crédito. El mecanismo se me escapa. ¿Un cuadradito de
cartón que vale tanto como un fajo de billetes? Igual que las tales máquinas
ateeme, donde se mete otra tarjeta en un
hueco de la pared (dicen) y de ahí salen los verdes echando demonios y se te
posan en las manos. ¿De verdad? Ya lo comprobaré cuando vaya a Chihuahua.
Si voy.
Porque aquí estoy, ante el portón colonial
del consulado mexicano, con mi carta de invitación y mi cara de susto y mi
caracolito y mis ganas de ver el mundo. Con el estómago vacío y el cerebro
dándome vueltas a trescientas revoluciones por minuto. Hace seis horas, desde
las cuatro de la madrugada, que estoy en fila esperando a que me llamen y
devorándome las uñas.
Ya he hecho cinco promesas. Primero a Yemayá,
la
orisha de los mares, para que me
deje cruzar el Golfo de México. Por Yemayá me he puesto el amuleto y le he
prometido tener una jicotea en una batea pintada de azul por el resto de mi
vida, si me concede el viaje.
Otro a quien hay que contentar es Eleguá, el
que abre los caminos, para que no cierre los míos. Le ofrecí una botella de ron
Havana Club legítimo y un tabaco Cohiba si me ayudaba con la visa. Esta mañana
le compré un paquete de caramelos y se los dediqué con un trago de chispa e´
tren, la bebida más barata y popular de esta ínsula.
No faltaba más, también le hice una promesa —y
van tres— a la Caridad del Cobre. A Ochún la pícara, a ver si por allá
encuentro a algún mexicano que se vuelva loco por mí y me invite a quedarme.
Porque ése es otro problemita. Si te vas, te
quedas, me dicen todos en tono de consejo, de sugerencia o incluso de amenaza.
No se te ocurra regresar, zopenca, me ha advertido mi madre dulcemente. Y
empieza a trabajar en lo que sea para que mandes una remesa de dólares al mes.
Mira que es tu única oportunidad y que aquí te la puso Dios. Y mi abuela lo
mismo: niña, espabílate. Déjate de versitos y comemierderías y búscate un viejo
rico que te ponga casa y carro. Procura vivir bien, que ya bastantes trabajos
has pasado en esta salá vida.
Hasta mi propio novio, sí, señor, mi novio de
seis años, me pide (¿ordena y manda?) que me quede. No nos hemos casado porque
ni él ni una servidora tenemos casa donde refugiarnos y nuestros parientes
respectivos se niegan a aceptar un agregado más en sus viviendas. Pues mi novio
me ha dicho: mamita, ponte a resolver, muévete por allá y después que te
acomodes me mandas a buscar a mí. Como vuelvas te entro a patadas ¿oíste?
¿Cómo me voy a quedar si llego sin dinero,
sin nada, con una mano alante y la otra atrás? les pregunto. Quítate la mano de
alante, me aconseja mi abuela. Y la de atrás también, si al caso viene, machaca
mi progenitora. Ella misma la ha puesto una asistencia a Oshún: una fuentecita
repleta de miel y de canela para que endulce al primer chihuahuense platudo con
que me tropiecen los ojos.
Pero sin visa no hay encuentro poético, ni
remesa de dólares, ni viejo rico en peras dulces.
Ya la cola está caminando. Ahorita me llaman.
¿Qué me preguntarán? ¿Cuáles serán los requisitos para obtener la visa?
¿Pertenecer al comité de defensa de la revolución, CDR, a las milicias de
tropas territoriales, MTT, al ejército juvenil del trabajo, EJC, a cuántas
otras siglas que me han desordenado la existencia durante treinta y cuatro
años?
Delante de mí están una mulata cuarentona con
su hija. La hija —trigueña oscura, quinceañera, de pelo bueno y cuerpito de
bailarina— tiene cara de niña de su casa. La madre no para de cotorrear y dice
a todo el que la quiera oír que su retoño se va para Morelia, Michoacán, a
casarse con un señor empresario algo mayor, pero enamoradísimo de ella. Y que
lo primero que va a hacer, en cuanto le den visa, es correr a la
shopping del hotel Nacional a comprarse
ropa de marca. Porque su yerno tiene tremenda residencia de dos pisos, con
piscina, jardín y dos criadas. Y no está bien que la señora llegue con ropas
más ripiosas que las de sus sirvientas, concluye ufana.
Me dan ganas de aclararle que en México le
dicen alberca a la piscina pero me callo. Más me vale concentrarme en lo mío,
prepararme psicológicamente para la entrevista. Los santos me van a ayudar,
ellos no fallan. Por respeto a mis futuros anfitriones le ofrecí a la
Guadalupana oír una misa de rodillas en una iglesia de Chihuahua y encenderle
una vela en cuanto pisara tierra de Juárez. Antes de comerme la primera
tortilla, vaya. Antes de coger la primera guagua.
Cuidadito, me ha advertido Carmen Julia, que
coger es mala palabra en la patria del
cura Hidalgo. "Agarrar, mujer, agarrar. No digas groserías." Y las guaguas son
camiones, oye pa eso. En Cuba los camiones se usaban para transportar cerdos en
tiempos más felices, cuando la carne de puerco se podía comer de vez en cuando.
Que hoy por hoy no se encuentra ni en los centros espirituales, a no ser que te
salten en los bolsillos los Lincolns o los (bendita sea su gringa estampa)
Franklins.
Volviendo a mis promesas, cumplidas las
formalidades con los dioses autóctonos y aztecas, se me ocurrió, por no dejar
resquicio alguno, agregar una pizca del Nuevo Pensamiento. Mi novio está muy
metido con un grupo que se llama La Llama Violeta y se pasa la vida hablando de
visualización y de materializaciones. Aunque hasta ahora, lo único que se les
ha materializado es un par de latas de jamón y una caja con bolsitas de té
verde. Se las regaló un tipo nuevo pensamiensista que llegó hace dos semanas de
Venezuela. Porque no se dijera, que además, daño no me iba a hacer, le encendí
una vela violeta (coloreada con genciana) al Conde Saint Germain. Y me
visualicé a mí misma en Chihuahua, leyendo mis poemas en un podio altísimo, con
un vestido blanco y largo, iluminada por un reflector gigante y…
El próximo, anuncia un guardia con cara de
arcángel Gabriel, y pasan la mulatona y su hija. Ya casi me toca. Releo el
correo electrónico donde viene el anuncio de la convocatoria: "No se requiere
ser poeta profesional…" ¿Qué es un poeta profesional, exactamente? Yo no he publicado
ni una línea en mi vida. Tampoco pertenezco a la Unión de Escritores y
Artistas. Pedí una vez la entrada, pero me la negaron porque mis poemas
adolecían de deficiencias ideológicas, según me explicó muy correcto el
cancerbero de la UNEAC.
Sigo leyendo: "pero se agradecerá la calidad
de los textos." Los míos, dicen en los talleres literarios, no son malos.
Tienen su gracia, su aché. Y más abajo: "La confirmación de su inscripción será
dada a conocer de manera personal." Y la confirmación es otro emilio. "Señorita
Yadira Martínez: Usted ha sido aceptada para tomar parte en nuestro encuentro
de poetas y se le invita cordialmente a confirmar su participación…"
Por desgracia, la última palabra sobre mi
participación la tiene el funcionario de la embajada y no el organizador
chihuahuense. ¿Cómo será el hombre que ha de darme la visa, en cuyas manos (qué
cursi soy) se balancea, pendiente de un hilito, mi destino? Me lo imagino alto,
fuerte, seriote, con bigotes muy negros y puro mexicano. Parecido a Jorge
Negrete. O quizás con estilo más moderno, a lo Gael García Bernal, que está
buenísimo.
¿Le caeré simpática? Mejor le hago otra
promesa a Ochún. Rapidito, que ya apenas hay tiempo. Virgen de la Caridad
querida, Mamá Caché, si me dan visa te voy a conseguir velas, flores de
mariposa y cinco dulces finos cada viernes para ponértelos religiosamente en tu
altar. Con disimulo me persigno. Amén. Siacará.
Metí la pata. ¿Y si no consigo los dulces? ¿Y
si cuestan muy caros? En la Plaza de Carlos III, el
mall, como le dice Carmen Julia, están a tres por dos dólares. ¿A
ver de dónde saco…?
Salen la mulata y su hija con sonrisas de
cumpleaños. Sí, le dieron la visa, me informa la madre, radiante. Fue lo más
fácil del mundo, tan buenas gentes estos mexicanos. Suerte, mija, que Dios te
ayude a ti también.
Y se
van. Un muchachón, tronco de habanero soleado, las espera en la esquina bajo la
mirada desconfiada de un policía de tránsito. El muchachón le da un beso en la
boca a la futura esposa del empresario moreliano. El trío se monta en un Ford
del cincuenta y nueve y desaparece hacia el Malecón. ¡Y qué viva Zapata!
El
próximo. Soy yo. Me tiemblan las manos. Ay diosito, que me den esa visa, por
favor. Yemayá de los mares, Eleguá abrecaminos, Ochún putísima de la Caridad,
Lupita linda de los aztecas, aristócrata Saint Germán, denme una mano, por lo
que más quieran. Échenme un cabo pa salir de aquí.
Entro. Me detengo frente a un buró elegante,
de caoba, esencialmente diplomático, y nadie me invita a sentar. No está Jorge
Negrete detrás de él. Tampoco Gael García. Qué decepción. La funcionaria es una
tipa pelirrubia, una güera, como diría Carmen Julia. Y más joven que yo. Debe
andar por los veintipico. Se jodió la ayuda de Ochún.
Le entrego mis papeles y ella, después de
hojearlos, frunce el ceño y abre el chorro de su dialéctica plenipotenciaria.
Lo siento, no aceptamos documentos electrónicos. Además, usted necesita una
autorización del Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba, MINREX y de la
Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba, UNEAC (
ay, Virgilio, la maldita circunstancias de siglas por todas partes)
dándole permiso para viajar. Si no tiene cuenta del banco abierta en México con
al menos dos mil pesos mexicanos o su equivalente en dólares, haga que un
residente en el país le envíe una carta de invitación debidamente notariada y un
affidávit responsabilizándose con usted mientras se encuentre en territorio
mexicano. La carta tiene que incluir su nombre, dirección, teléfono, estado de
cuenta y propiedades como prueba de solvencia económica…
Salgo a la calle y el sol punzante de La Habana
me pega un manotazo en la cabeza. Tiro contra el asfalto el caracol de Yemayá y
una moto que pasa lo hace polvo. Ya se me desdibuja la ciudad de Chihuahua, de
todas las Chihuahuas que imaginé. Los perritos se esconden en las
alcantarillas. La catedral rosa se desmorona. El corrido se ahoga en la
distancia y con él desaparecen la cabeza de Villa y las sombras de los
tarahumaras mientras las puertas rechinantes de una guagua (ya no camión) repleta se abren, como el calabozo
de Hidalgo, para recibirme de regreso de un viaje al que nunca fui.
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